Por Max González Reyes
Una vez que inició el 2021, y con la pandemia covid-19 campeando en todo el país, partidos y candidatos alistan sus baterías para el proceso electoral de julio de 2021 en la que se renovarán los 500 curules de la Cámara de Diputados, infinidad de presidencias municipales además de 15 gubernaturas. A diferencia de otros comicios intermedios, la elección que se avecina tiene un nuevo ingrediente: será la primera en la que los actuales diputados podrán ser reelectos.
El tema de la reelección legislativa es nuevo en el México contemporáneo, aunque es necesario recordar que en el texto original de la Constitución que aún nos rige, promulgada en 1917, estableció la reelección de diputados y senadores. Sin embargo, en 1933 se reformó la carta magna para prohibir la reelección de dichos cargos. Cabe mencionar que esa reforma no respondía a un mecanismo para el fortalecimiento democrático, sino de un mero control político. Aquella reforma fue la continuación de la centralización del poder que había iniciado en 1929 con la agrupación de la Familia Revolucionaria en un partido político que se formó desde el poder para distribuir privilegios a la élite triunfante de la Revolución, el Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente directo del PRI.
La reforma de 1933, que también prohibió la reelección presidencial, de gobernadores y de presidentes municipales en todas sus formas, fue la forma de concentrar el poder a través de la institucionalización de las reglas que permitirían a los actores políticos ceñirse a la nueva distribución de la burocracia. El poder ya no se controlaría bajo las armas sino mediante las instituciones: la Revolución Institucionalizada.
Con la prohibición de la reelección, el Ejecutivo, a través del partido, tenía el control de todos los cargos puestos de elección. Con ello los actores políticos jugaban a las sillas musicales en la que los actores se acomodaban al ritmo que marcaba el mandatario en turno. Quien no fuera leal se quedaba fuera. Con ello el Presidente de la República lograba el control del Poder Legislativo, pues los diputados y senadores debían su cargo al gran elector. Ello provocó una disciplina partidista en el que las decisiones no se tomaban al interior de las cámaras, sino desde la cúpula del partido oficial y éste, a su vez, de la oficina del Ejecutivo Federal en Los Pinos.
El control presidencial al legislativo llevó a privilegiar a quien se portara bien y designarlo a la siguiente legislatura en otro cargo: si era diputado se postulaba a senador, o viceversa; de igual modo, de una presidencia municipal a una gubernatura, o alguna secretaría, algún cargo importante dentro del partido, etc. Es decir, cambiar para mantener a los mismos actores. Fue por ello que los legisladores, gobernadores y presidentes municipales se convirtieron en fieles defensores de las iniciativas presidenciales pues su ascenso político dependía de su lealtad al partido y al presidente.
Esta centralización del poder llevó a minar el desarrollo de las carreras políticas de personajes con arraigo en sus territorios pues no había más opción que afiliarse al partido del presidente. Fue por ello se consolidó la estructura de partido hegemónico en el que, si bien había oposición, ésta era utilizada para legitimar los designios presidenciales. Así, el legislativo se convirtió en una sucursal más del Ejecutivo.
Este esquema funcionó bien mientras no había competencia legislativa que hiciera contrapeso al partido oficial. Sin embargo, cuando la fórmula empezó a desgastarse, las elecciones cobraron relevancia y no hubo forma de mantener un régimen que se caía por sí solo. Ante eso, la reelección cobró un nuevo sentido.
Fue hasta la reforma electoral de 2014 que se (re) introdujo la reelección a nivel federal para diputados y senadores así como a nivel local para legisladores y munícipes para quedar de la siguiente manera: 1) los senadores podrán ser electos hasta por dos periodos consecutivos y los Diputados al Congreso de la Unión hasta por cuatro periodos consecutivos; y, 2) las constituciones estatales establecerán la elección consecutiva de los diputados a las legislaturas de los estados, hasta por cuatro periodos consecutivos.
El candado que puso esta reforma se expresó en que la postulación sólo podrá ser realizada por el mismo partido o por cualquiera de los partidos integrantes de la coalición que los hubieren postulado, salvo que hayan renunciado o perdido su militancia con dos años de antelación. Es decir, sólo los partidos pueden postular a los candidatos a la reelección. Con ello, serán las cúpulas partidistas, y no los ciudadanos, quienes privilegien o castiguen a los actuales legisladores. Así pues, si anteriormente se tenía que contar con la aprobación presidencial, ahora se deberá tener la del partido.
Desde luego que se rescata la reelección en sí misma; sin embargo, la evaluación de los electores a los legisladores no se dará pues las cúpulas partidistas decidirán a quienes se reeligen. En ese sentido, la lealtad y apego de los actuales legisladores a la dirección de cada uno de los partidos será lo que determine la continuidad, mientras la rendición de cuentas a la ciudadanía tendrá que esperar una reforma más.