¿Destrucción de la democracia o tentativa para cambiar de régimen político en la 4T?

Enrique G. Gallegos*

Para la retórica transitóloga, el arribo de Vicente Fox Quesada a la presidencia en 2000 y la continuación de Felipe Calderón Hinojosa en 2006 (ambos del PAN, partido de derecha) corroboraban que la alternancia y pluralidad política era lo real incuestionable e irrebasable (Badiou); fenómeno que además había sido reiterado por el regreso del PRI con Enrique Peña Nieto en 2012. Poco importaba que algunos de esos procesos se hayan dado en medio de señalamientos de fraude, campañas sucias y unas mayorías populares orilladas a vivir en condiciones precarizadas, pues lo importante era el relato y el discurso de una democracia joven pero plena, pujante y bien adornada.

Sin duda era un hecho real: estábamos frente a un cambio de régimen, de uno autoritario a otro democrático-procedimental. Sin embargo, en algún momento, a partir de los noventa, se hizo visible que los discursos en los que se sostenía la pluralidad política, la transición y consolidación de la democracia mexicana comenzaron a vaciarse y volverse preciados fetiches de tesis doctorales y de académicos que pasaron a coaptar organismos supuestamente “ciudadanizados” y en los que podían recibir sueldos de miles de pesos al mes. Todos conocemos sus nombres. El levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional fue la elocuente muestra de que esos discursos habían comenzado a flotar en el vacío. Eran formas sin contenido, o fetiches en librerías de viejo.

¿Porqué ese desajuste entre discurso y realidad? La razón es que conforme se daba esa transición y consolidación procedimental, la acumulación del capital entraba en crisis y tenía la necesidad recomponerse para mantener sus tasas de plusvalor. Lo simbólico de esta confluencia es que el primer presidente de la alternancia, Vicente Fox, también fue directivo de la trasnacional Coca-Cola. Al declarársele presidente electo, la clase capitalista, financiera, mediática y política se fue a dormir tranquila el día de las elecciones.

Entonces teníamos un doble proceso: en política y en economía. Mientras se daba el tránsito a una democracia procedimental y los discursos que sustentaban ese cambio se vaciaban, también se comenzaba a promover e instalar una de las fases más agresivas del capitalismo: el neoliberalismo (que hoy en día amenaza a la misma civilización por la intensidad de la crisis del cambio climático), que ya con la caída del socialismo real se planteaba como la única opción. No es casualidad que los que sostenían el discurso del tránsito a la democracia y su consolidación eran los mismos que argumentaban la necesidad de las denominadas “reformas estructurales”. La cacareada pluralidad política está tejida de uniformidad neoliberal.

En efecto, casi en el mismo período de la transición a la democracia tuvimos la venta de empresas públicas que eran rentables, la flexibilización de derechos laborales, la privatización del sistema de seguridad social, la mercantilización de la educación pública, el traslado de dinero público a empresas privadas de mil maneras (exención de impuestos, condonaciones, subsidios, etc.), la conversión del Fobaproa en deuda pública, la desregulación de la economía, el debilitamiento del Estado con organismos autónomos que funcionan con lógicas de mercado, entre otras medidas que se implementaron en ese período. Además, se dejó de invertir en universidades públicas y en mecanismos de seguridad social que contribuían a equilibrar las desigualdades. Esas y otras medidas afectaron a las grandes mayorías populares y son la fuente de la verdadera polarización: la injusta distribución de la riqueza social. La destrucción de los mecanismos de protección social y del Estado en el largo plazo afectó el tejido social, de tal manera que cuando Felipe Calderón inicio la denominada guerra contra el narco en 2006 los mecanismos estatales de contención eran insuficientes o habían sido destruidos.

Esas condiciones objetivas, de una democracia-liberal que se desatiende de las condiciones materiales de vida del pueblo y de un régimen neoliberal bastante agresivo con las clases populares, sumado al clima de inseguridad que culminó con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, propiciaron en parte la llegada de AMLO a la Presidencia en 2018.

Por eso es comprensible que AMLO haya recuperado esa exigencia en la frase: por el bien de todos, primero los pobres. Algunos datos que dan cuenta de esta orientación son los aumentos al salario mínimo que acumulan un 113% en últimos 5 años, las becas y pensiones, los programas sociales y los gastos de proyectos de infraestructura, que han redundado en la disminución de la pobreza. En efecto, de acuerdo al “Comunicado de Prensa No. 7” del CONEVAL, “entre 2018 y 2022, el porcentaje de la población en situación de pobreza multidimensional a nivel nacional pasó de 41.9% a 36.3%” (AQUÍ SE PUEDE CONSULTAR EL COMUNICADO). Si bien también existen saldos negativos que hay que ponderar, este aspecto de la redistribución popular de los ingresos del Estado es sólo la dimensión económica, la cual también debía ser complementada con ajustes a la participación política popular. En este rubro, en el 2019 se reformó la Constitución para incluir dos figuras de democracia directa: la consulta popular y la revocación de mandato, cuya eficacia aún está por verse. La economía estatal popular, las figuras de democracia directa, la intensa actividad presidencial en las denominadas “mañaneras” que pretenden servir de mecanismo directo de información popular y las propuestas de reformas al poder judicial y la eliminación de los organismos autónomos (AQUÍ se puede consultar un análisis que hice sobre esta propuesta y sus limitaciones), ¿significan la destrucción de la democracia o más bien estamos ante la propuesta de un cambio de régimen?

Los anteriores antecedentes, datos, argumentos y medidas proyectan la posibilidad de un cambio de régimen político: pasar de una democracia procedimental que descansa en un régimen económico neoliberal, a una democracia popular, que descansa en una economía que atienda las necesidades de las clases populares. Estamos, pues, no frente a una destrucción sino frente a un proyecto de Estado que en varios puntos antagoniza con el régimen neoliberal que surgió en la transición a la democracia y que la vació con una retorica que olvidó y ninguneó a los pobres.

Dicho lo anterior, es necesario guardar cierta reserva sobre la viabilidad de un radical cambio de régimen político por la terca persistencia del capital y la misma ideología del presidente; en efecto, como analicé en el artículo “El cuádruple motor ideológico del Presidente” (AQUÍ SE PUEDE CONSULTAR), si bien está genuinamente comprometido con los más pobres, es liberal en economía y política, conservador en temas de género y familia y cristiano con compromiso social.

Empero, habría que ver si Claudia Sheinbaum, en caso de ganar la presidencia, se atreve a dar un paso más en la búsqueda de una democracia popular que descanse en una redistribución del plusvalor, y no sólo que distribuya los recurso del Estado como lo ha hecho AMLO. Sin embargo, el reciclado de políticos del PRI, PAN y PRD, los saldos negativos en materia de inseguridad y la ausencia de una estrategia para producir una hegemonía política en el país llevan a ser cautos.

*Profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana

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