¿A quién le dieron? No importa … era uno de nuestra comunidad y nada humano nos es ajeno … era parte de nosotros. Entonces reunimos todo nuestro coraje y todo nuestro temor y salimos al día siguiente a marchar.

 

No ha transcurrido ni una semana desde el violento asesinato de César Ramírez Méndez. Apenas puedo comenzar a escribir aunque no he podido dejar de pensar en él durante todo este tiempo. Pienso en el grito que debió escuchar cuándo aquel asaltante comenzó su atraco. No estuve presente por una casualidad también horripilante: no abordé ese camión pues una amiga me pidió apoyo tras ser acosada, así que la esperaba en la entrada del plantel. Y aunque los hechos ocurrieron a escasos metros, sé que hubo un grito, lo sé porque me ha tocado salir viva de varios asaltos y todos ellos siempre comienzan así: en un momento de alarma, de terrorífica parálisis, un shock en la respiración, una gota fría cayendo desde la nuez hasta el coxis. Te exigen que no hables, que no los mires, que les des todo, el celular, la tableta, la cartera con todas las credenciales, la mochila entera con tus libros, la tarea, el trabajo por el que te desvelaste, la memoria llena de ideas, el marco teórico de la tesis, los sueños de ser el ejemplo de tu casa, de aportar, de transformar el futuro. Así, sin más preámbulos, tras un grito intimidante se llevan hasta tu vida.

Mi pecho se estruja al imaginar que los últimos momentos de la vida de César estuvieron llenos de pánico, que quizá lo último en lo que pensó fue en su hijita, en su familia, en sus afectos, en la tarea que ya no hizo, en los pendientes que dejó. La noticia me llegó unos minutos después, mis piernas se aflojaron. El terror se extendía alrededor, entre los compañeros que volvieron corriendo al plantel, y los que no sabían qué ocurría y se iban enterando al salir. Vi a un compañero muy pálido acercase a mí, sus ojos estaban dilatados, sus manos se apretaban y, sin conocernos, comenzó a relatarnos entre palabras cortadas y algunos sinsentidos lo que vio desde el cuarto piso del edificio C.

          -¡Alguien está herido! ¡Dispararon!

Nosotros terminamos el relato: No, alguien murió, un compañero. Sus ojos se incendiaron, se llevó las manos a la cara y pensé que iba a caerse, sólo atinó a volver hacia dentro de la escuela negando con la cabeza.

Una compañera y yo también regresamos, nuestra profesora se había quedado en el cubículo, no podíamos dejarla sola, tampoco sabíamos qué íbamos a hacer, hacia dónde ir. En ese momento mi cabeza trazaba caminos truncos dentro de un laberinto, cada ruta en la que pensaba me parecía peligrosa. Estaba temblando, no podía sino pensar en que pudimos estar ahí. Al fin, juntas, temerosas y pálidas llegamos al metro en una combi, junto con otros compañeros. El terror seguía plasmado imperiosamente en nuestros rostros, casi tanto como el día del terremoto de hace un año pero con un dolor adicional, la rabia que comenzamos a sentir, la impotencia ante la injusticia.

¿Quién es? ¿A quién le dieron? No importa quién haya sido, si era conocido o no, era uno de nuestra comunidad y nada humano nos es ajeno, no podemos dejarlo así. No, no le conocía. Probablemente crucé cerca de él algunas veces, pero aun así era parte de nosotros. Entonces reunimos todo nuestro coraje y todo nuestro temor y salimos al día siguiente a marchar.

 

Foto: Tania Barberán
Foto: Tania Barberán
Foto: Tania Barberán
Foto: Tania Barberán

La expiación. La procesión avanzaba, al principio en silencio, ¿qué decimos y a quién? ¿Quién habría de escuchar nuestro agobio? Poco a poco los sentimientos de frustración, miedo, hartazgo, coraje y empatía se empezaron a unir, y de pronto las voces comenzaron a levantarse. Necesitamos justicia, estamos en el hartazgo total, ya no puede seguir pasando. Mi garganta quedó adolorida, grité con toda mi alma, corrí, tomé fotografías, escribí pancartas. Mi aliento, sin embargo, seguía estando a la mitad. César no es el único, pero sin duda no dejaremos que sea uno más, uno menos –pensaba, mientras avanzábamos sobre la calzada Ermita y alguien pasaba lista de los nombres de las y los estudiantes que nos ha robado la violencia. Gritar ayuda a desahogar.

Alguien preguntó en redes sociales qué tenían que ver los decesos entre sí, César fue asesinado en un asalto, otros han sido casos de feminicidio, algunos otros crímenes de odio y homofobia. ¿Acaso no se nota? El país está en una crisis, urge sanar este tejido social que está minado a profundidad por el cáncer de la violencia, por la deshumanización. Fuimos a exigir apoyo, justicia y soluciones pero con tanta desesperanza que ni sabíamos bien qué necesitábamos. Pero igualmente, la asamblea arrojó propuestas.

Durante la marcha encontré camaradas a quienes no veía hace mucho, con los que mantengo amistad a pesar de diferencias ideológicas y políticas, pero estaban ahí, gritando conmigo:

– ¿Por qué nos asesinan?, si somos la esperanza de América Latina.

¡Somos la esperanza…! Esas palabras resonaron dentro de mí más que nunca.

Sí, necesitamos condiciones de seguridad mucho más fuertes, calles más alumbradas, transporte más controlado, senderos más seguros, pero eso sólo responde a la premura, a la coyuntura. Lo que estaba pasando en aquella marcha genuina me mostró que también se necesita de la esperanza de América Latina: de las y los estudiantes. Por un momento sentí algo que hace mucho no percibía entre la comunidad estudiantil, entre nosotros los jóvenes: sentí unidad. Por esta vez el individualismo y la apatía se quedaron en casa. Necesitamos llenar las calles con arte, con cultura, con ciencias, con música y teatro. Nos necesitamos afuera de las aulas tanto como adentro. Somos parte de esa esperanza, si la hay. Y quiero pensar que es así, porque gracias a César comprobé que nada humano nos es ajeno.

 

*Tere Becker es estudiante del plantel San Lorenzo Tezonco de la UACM.

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