La críticas a los organismos autónomos ha sido interpretadas como aversiones personales de AMLO; pero el trasfondo de esas criticas tiene que ver con la disputa por el Estado: entre la visión neoliberal que incrementó los autónomos y reseteó en clave empresarial el Estado; la visión liberal, que sostiene la clásica división de poderes del Estado y sus funciones sustantivas de justicia social.
Enrique G. Gallegos*
El 14 de junio de este año, la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró como inconstitucional la reforma mediante la cual se recuperaba parte de la soberanía del Estado en materia de hidrocarburos, petrolíferos y petroquímicos, con lo cual se vuelve a poner sobre la palestra a los organismos autónomos, a los descentralizados y desconcentrados y su función en las tareas sustantivas del Estado mexicano.
La batalla emprendida por el Presidente contra los organismos autónomos, descentralizados y desconcentrados ha sido calificada, en no pocas ocasiones, como parte de sus fobias y animadversiones, cuando más en el fondo obedecen a una concepción del Estado. Ciertamente hay pugnas con algunos de los titulares de dichos organismos; el caso más conocido fue el del anterior titular del el Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdoba. Si bien las pasiones cuentan en política, esa reducción psicologista a un conflicto personal no capta su intensidad porque se le escapa la historia económica y política de los últimos cuarenta años.
Esa historia es la del arribo y consolidación del régimen neoliberal en México. Simplificando las cosas podríamos ponerle una fecha: 1982, cuando llegó a la Presidencia Miguel de la Madrid. A partir de ahí, se darían una serie de trasformaciones en la configuración del Estado mexicano que tenderían a limitar su poder, someter su soberanía al mercado y resetearlo en clave empresarial, además de despojarlo de sus funciones de buscar la justicia social para las grandes mayorías. En ese giro, los autónomos y descentralizados jugarán un papel nada menor (por supuesto, no todos los autónomos estarían necesariamente en ese horizonte, pero dejó de lado estas diferencias, así como su estatuto constitucional o legal, entre otros aspectos).
Hay que recordar que en la teoría liberal clásica, la división de poderes tenía una función específica: dividir el poder para evitar que se repitieran las configuraciones de Estados autocráticos, como los que rigieron en las épocas de las monarquías. Evidentemente también se buscaba mantener las condiciones de libertad, particularmente la libertad que está en la base del liberalismo: la de las mercancías y el mercado. Independientemente de que el Estado que surgió en los siglos XVII y XVIII, durante las revoluciones, fue un Estado promovido y sustentado en los valores e intereses de la burguesía, se procuró mantener esa división de poderes en legislativo, ejecutivo y judicial. Las burguesías nacionales sabían la importancia de no debilitar demasiado al Estado dividiéndolo en exceso, puesto que las empresas imperialistas hacían necesaria la espada y las armas para mantener la acumulación del capital. En otras palabras, buscaron un Estado fuerte para las guerras imperialistas y los enemigos internos de la burguesía, pero débil para que no pudiera ser usado para derrocar a la clase capitalista. Por ello, al liberalismo no se le ocurrió debilitar más al Estado introduciendo poderes adicionales a la triple partición; de hecho, es posible sostener que sus principales teóricos les hubiera parecido una degradación del Estado y lo juzgarían inaceptable.
Más o menos así se mantuvo la teoría liberal de la división de poderes hasta que la acumulación del capital entró en crisis a fines de los años 70 del siglo pasado y los nuevos liberales, transformados en neoliberales, lanzaron una ofensiva para buscar otras formas de acumulación del capital. En los ochenta y noventa, países como México entraron en una fase en la que la empresa privada se comenzó a apropiar de los recursos públicos con la connivencia del Estado: malbaratando empresas públicas, reduciendo derechos sociales, flexibilizando los derechos laborales, exentando del pago de impuestos a las grandes empresas, desregularizando la economía, entregando los recursos naturales a precios de ganga a trasnacionales, etc. No es casualidad que en ese periodo surgirán dos de los hombres más ricos de México: Carlos Slim y Ricardo Salinas Pliego, ambos incrementaron sus fortunas al hacerse de empresas del Estado altamente lucrativas (Teléfonos de México e Imevisión [TV-Azteca]), lo cual realizaron al amparo de relaciones mafiosas con el poder.
Es en esa contrarevolución neoliberal que comenzarán a introducirse organismos autónomos: el Banco de México, la Comisión Federal de Competencia Económica, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, la Fiscalía General de la República, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, el Instituto Nacional Electoral. Pero no sólo eso: también se introdujeron decenas de organismos descentralizados y desconcentrados (para darnos una idea de lo que implica, aún existen más de 70 órganos desconcentrados, más de 100 organismos descentralizados, 72 empresas de participación estatal mayoritaria, además de 15 empresas productivas del Estado y subsidiarias). Con ello parte de la soberanía del Estado y sus funciones sustantivas quedaron debilitadas y atomizadas, particularmente de cara al poder económico de las empresas y la clase capitalista, financiera y trasnacional.
En el marco de la visión neoliberal del Estado, los organismos autónomos, así como organismos descentralizados y desconcentrados, tendrán una doble función. Por un lado, fragmentar la soberanía del Estado, despotenciarlo, hacerle perder fuerza frente al poder del capital: creación del Estado enano y atomizado. Por el otro, formatear el Estado en clave empresarial y despojarlo de su función de buscar la justicia social. Si bien el Estado conservara parte de su capacidad represiva —sobre todo con disidencias políticas y opositores—, frente al gran capital nacional y trasnacional será poco soberano y estará postrado; este Estado enano y atomizado garantizará que sea la que sea la facción política que esté en el poder, carecerá de fuerza para imponerse al mercado; pero más significativo es el segundo aspecto porque significó la radical transformación del “alma” del Estado: de ser uno que buscaba —así fuera de manera limitada y ambigua— el interés colectivo, el beneficio social, la justicia social y las decisiones soberanas, pasará a uno que se comporta y funciona como si fuera una empresa. Así, el Estado dejará de construir universidades, escuelas, transporte masivo y hospitales, bajo el argumento de que no son “rentables”.
De esa manera tendremos organismos autónomos como la Comisión Federal de Competencia Económica (CFCE) o el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) que sitúan en el mismo plano al Estado y a una empresa privada y limitan o, de plano, eliminan su poder soberano; es decir, despojan al Estado de su estatuto de soberano para homologarlo a un particular. El caso resuelto como inconstitucional, citado en el primer párrafo, es ilustrativo: la Comisión Reguladora de Energía (CRE), que es una dependencia de la Administración Pública Federal centralizada, pone en el mismo plano al Estado y a las empresas privadas en materia de hidrocarburos, petrolíferos o petroquímicos, sin atender al carácter público e interés colectivo y social del Estado y sus empresas (en este caso, PEMEX). Esa cuádruple operación: la lógica empresarial del Estado, el despojo de su soberanía, la limitación del interés social y colectivo y su homologación a un particular, están en el centro de la contrarevolución neoliberal del Estado que se introdujo en México con los autónomos y descentralizados durante el periodo neoliberal.
Las críticas del Presidente a los órganos autónomos hay que entenderlas en ese contexto de pérdida de la soberanía y captura del Estado por parte de la lógica empresarial. En este sentido, AMLO es partidario de recuperar la soberanía del Estado, su esencia interventora y clásica división de poderes: ejecutivo, judicial y legislativo. Si bien fustiga al neoliberalismo, hay que tener claro que esas críticas también presuponen una visión liberal. No es ninguna contradicción afirmar que el presidente es crítico del neoliberalismo y defensor del liberalismo; en efecto, porque, por un lado, rechaza los autónomos (de origen neoliberal) y, por el otro, respeta la división clásica del poder (de origen liberal); no es casualidad su apelación a un liberal como Benito Juárez. Ciertamente, su liberalismo está matizado por una visión de compromiso social por las grandes mayorías. Como argumenté en otro artículo (AQUÍ PUEDE CONSULTARSE), el Presidente no es un critico del libre mercado sino del mercado sin regulaciones que promueve la ortodoxia neoliberal. El Presidente crítica los órganos autónomos porque sabe que son producto de la racionalidad neoliberal que implican la pérdida de la soberanía del Estado, la captura del Estado por parte de la lógica empresarial y la limitación de sus funciones colectivas y de justicia social. Pero, además, porque representan una cantidad enorme de recursos públicos que consumen esos organismos autónomos y descentralizados, además del derroche por los altos salarios, prebendas y privilegios que gozan sus titulares y altos funcionarios.
Lo que el Presidente pasa por alto es que no todos los organismos son producto de la contrarrevolución neoliberal, sino que algunos obedecen a las propias luchas que han dado diferentes grupos y actores opositores al antiguo régimen autoritario priista y que tienen una plena justificación. Pongamos por ejemplo dos de ellos: el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). Como se sabe, el INE es producto de las luchas democráticas; mientras que el INAI, de las exigencias ciudadanas por la transparencia y el acceso a la información pública. Otra cosa es la colonización de estos autónomos por intereses partidarios, siembra de cotos de poder y abuso por los costosos salarios, prebendas y privilegios que gozan sus titulares y altos funcionarios. Por ello, estos autónomos, más que desaparecerse, se les tendrían que modificar y controlar de mejor manera en esos y otros aspectos.
Por las anteriores razones, no es un asunto menor la disputa que existe por los organismos autónomos y los descentralizados, pues de lo que se trata es de la configuración y función del Estado mexicano. O un Estado soberano y orientado al interés colectivo y las necesidades de las grandes mayorías; o un Estado atomizado, despotenciado, de rodillas, sometido al capital y reformateado en clave empresarial. Este último es el Estado que han dejado los cuarenta años de neoliberalismo. El Presidente ha dicho que no avanzará en la reforma constitucional de los autónomos, ¿lo hará su posible sucesor en caso del provenir de Morena? Lo que si sería un craso error es eliminar los autónomos que están en la génesis de las luchas política de la izquierda en México: el INE, el INAI y otros. Si bien estos dos deben ser reformados para evitar el abuso, el dispendio, los privilegios y su colonización por parte de intereses partidistas, deben mantenerse en su estatuto de autónomos.
*Profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana-C