Al disiparse la polvareda despedida por las improvisadas carreteras de terracería, los caminos de los distintos pueblos que consolidan la Montaña de Guerrero, se unen. A lo lejos, de su lugar de origen, se escucha el eco de una migración: una tradición cuya costumbre, con el paso de los años, concibe la vida de sus pobladores en un constante andar.

El sexenio de Andrés  Manuel López Obrador comenzó: aquellos escenarios construidos a partir de campañas electorales, que plantearon durante cinco meses cómo sería el porvenir político, económico y social del país; son remplazados por proyecciones en torno a cómo serán los primeros años de gobierno.

Si bien, se prometieron cambios profundos, luego de  una victoria contundente (entre 53% y 53.8% de los votos)  en una de las elecciones más emblemáticas para el país;  lo cierto es: el fundador del Movimiento de Regeneración  Nacional  (Morena) enfrenta las mismas problemáticas que, con el paso de los sexenios, se agudizan sobre todo en materia de migración.

Foto: Teresa Balcazar

De acuerdo con la última revisión de la División de Población de la Organización de las Naciones Unidas (2015), México ocupa el segundo lugar, a nivel mundial, de flujos migratorios con 12.3 millones de emigrantes.

Ante este censo, cuyas cifras mantienen a nivel nacional una tendencia migratoria estatal sin cambios relevantes desde 2014 (según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía del 3.4%);   el sexenio de Enrique Peña Nieto optó  por acciones  para garantizar la protección de los derechos de los migrantes.

“De 2017 a 2018, se contribuyó a la definición en materia de salud, de la posición de México sobre el Pacto Mundial para la migración segura, ordenada y regular, el cual se encuentra en una fase de negociación y será adoptado en diciembre de 2018”, destacó  Peña Nieto en su sexto informe de Gobierno.

Sin embargo, a la par de que las  medidas respondieron  únicamente a reconocer los pactos de garantizar la libertad de movimiento, mediante políticas migratorias; en contraste, omitieron el derecho a “no migrar” al  no solucionar las causas, las cuales únicamente se delimitan a aspectos económicos.

La organización American Friends Service Comittee (AFSC) documentó, en los últimos años, un nuevo  suceso  que   obligó a la población a abandonar, de manera forzada, sus localidades en busca de protección: la violencia desatada por bandas criminales.

Foto: Teresa Balcazar

Desde el intenso movimiento hacia la capital en la década de los cuarenta, producto del estancamiento económico agropecuario; el INEGI ha detectado que la principal causa de desplazamiento poblacional, obedece a una índole macroeconómica: 3 de cada 10 migraron por motivos relacionados con el trabajo. Sólo seis de cada 100 cambiaron de entidad por inseguridad.

No obstante, dicho censo, acorde a las asociaciones civiles que albergan y apoyan a los migrantes, no reconocen esta nueva  manifestación migratoria.

Según  el reporte Vidas en la incertidumbre: La migración forzada hacia la frontera norte de México, impulsado por la Coalición Pro defensa del Migrante, durante  enero de 2013 a marzo de 2016, la organización civil Instituto Madre Asunta de Tijuana documentó 891 expedientes de personas desplazadas por  violencia.

Los registros de los entrevistados indicaron que la entidad con más expulsión de migrantes, después de Michoacán (35.8%), es Guerrero (37.4%). Este desplazamiento, que llevó a 100 familias a dejar su lugar de origen, comenzó desde 2011 por la violencia de grupos delincuenciales como  Guerreros Unidos, Los Rojos y Los Ardillos.

De acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz, Guerrero es clasificado como el segundo Estado menos pacífico, después de Baja California Sur. La brecha del estado más pacífico (Yucatán) al menos pacífico, se debe a la alta tasa de homicidios: Guerrero tiene una cifra alta de 69 homicidios por cada 10,000 habitantes.

A lo anterior, se suma que por segundo año consecutivo, Guerrero es el Estado con el mayor número de menores de edad que intenta entrar a Estados Unidos.

 En 2017 se registraron mil 210 menores de edad que salieron de su entidad y fueron deportados; informa la Secretaría de Gobernación (Segob).

Bajo este panorama, en tanto la cuarta transformación sucede, y se cumple la promesa de “emigrar  por gusto y no por necesidad”; Guerrero observa el transitar de su gente.

Un andar que busca, en la esperanza, unificar sus caminos a los de las grandes capitales, y deja en las paradas la promesa de retornar con bien. Sin embargo, estas migraciones  para los habitantes de Chiepetlan no son ajenas.

Para  el Doctor en Sociología (UNAM) Gustavo de la Vega Shiota,  miembro del Consejo Editorial de Acta Sociológica (UNAM); migrar “es parte de la naturaleza del ser humano, es un movimiento que tienen los seres vivos”. Es una constante marcha que, allá por los tiempos del señor Ahuítzotl, los obligó a encontrar un nuevo asentamiento para escapar de las hostilidades  que había entre las cortes de México, Cholula y Tlaxcala.

El lugar olvidado de Xipe, Chiepetlan

Ubicado en la Montaña, una de las 7 regiones del Estado de Guerrero, al sur de México, por empinadas laderas donde los árboles de Tepehuages, Sabinos,  Guahutzahuatles, Guachichiles y Chirimoyos,  resguardan a los venados de la región; se localiza la comunidad de Chiepetlan.

Su nombre, inmortalizado en el olvido   al sólo  vincularlo como uno de los municipios de la cabecera de  Tlapa de Comonfort; evoca su origen nahua: indica que se llegó al lugar de Xipe, “nuestro señor el desollado” (xipe: dios de los orfebres, tlan: en el lugar; sin embargo debido a la castellanización xi se escribió chie).

Foto: Teresa Balcazar

Chiepetlan,  pueblo originario donde sus habitantes se sienten parte de ese espacio y, a su vez, ese espacio les pertenece. Un pueblo que  se autodefine en su organización comunitaria y ejidataria. Pero sobre todo, un pueblo que se mantiene y manifiesta a través de su Santo Patrón, San Miguel.

Sus casas, aquellos xacales labrados por  lodo, piedra o carrizo,  cuentan en voz de quienes han visto toda una vida pasar los  períodos de lluvias y sequias; que Chiepetlan fue un pueblo de nobles guerreros.

Sin renombrar  las güerillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, que pusieron en el mapa mediático una parte de Guerrero en la década de los sesenta y setenta; los anales se remontan a los años ome tochtli: narran la migración de cinco grandes guerreros, provenientes de Xochimilco.

Dichos relatos, que hasta la década de los sesenta permanecían en calidad de desconocido, se encuentran plasmados con amarillo ocre, negro hollín y rojo cochinilla, en  una serie de telas novohispanas (Lienzos).

Las migraciones antropológicas: Historia de un pueblo de origen Nahua

En 1946, en la publicación Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, núm. 3, el antropólogo Robert Hayward  Barlow menciona el hallazgo de una serie de manuscritos. Dichos escritos narran los antecedentes de un poblado  ubicado en  Guerrero. Acorde con el antropólogo estadounidense, se trataba de un pueblo sujeto a ‘Tlachinollan’ (Tlapa o Tlauhpa) en  los años 1546-1547.

Según la Suma de visititas de pueblos por orden alfabético, publicadas en 1905 por el historiador Francisco del Paso y Troncoso (núm. 2018), era una provincia encomendada a Bernardino Vásquez de Tapia y Francisco Vásquez de Coronado, la cual debía dar como tributo, cada ochenta días, 42.5 pesos y medio de oro en polvo y dos cargas de miel. Era evidente, por la Matrícula de Tributos, que se trataba de Chiepetlan, cuyo nombre verdadero era Xipetlan al tener como glifo de lugar la cabeza del dios de los desollados.

Por ello, divulgar el contenido de la Relación de los manuscritos, resultó de un interés excepcional: en el tomo 2449, foja 150-163, ubicado en la Biblioteca Nacional de Madrid, con fecha de 6 de noviembre de 1777, el padre Joseph Mariano Hurtado informa a Don Antonio de Ulloa sobre la doctrina de San Miguel, Chiepetlan.

Además de dar una descripción física y  geográfica, y documentar la historia natural de la región; en el apartado de  “antigüedades”,  indicó  la existencia de cinco mapas  y un manuscrito de papel, elaborados por Buenaventura Flores (autor cuyos orígenes se desconocen).

En ellos, Hurtado señala las noticias en torno a la fundación de su doctrina, de la confusa narración,  se conoce que en el  ome tochtli (dos conejos)  de los Indios, 1490 de Jesús Cristo, cinco capitanes oriundos del pueblo de Xochimilco fundaron  Chiepetlan.

 Huyendo de las vejaciones que había entre las Cortes de México, Cholula y Tlaxcala, el capitán en jefe, Chipehuehue[1], el segundo o su teniente Tetzontemohui, el subteniente Ixamomantzin, y el último Tetzotzomotzin; deciden poblar la región.

Es a partir de este relato que las migraciones por parte de antropólogos, interesados en  conocer el contenido del manuscrito, se tornarían en la principal causa de movimiento en las carreteras de la Montaña de Guerrero.

Nobles guerreros: el legado de Joaquín Galarza

En el año de 1969, llegaron a Francia una serie de fotografías que mostraban unos Lienzos escondidos desde hace siglos. Los retratos, capturados por el fotógrafo Cristian Soucaret, acompañante de la etnóloga francesa Danièle Dehoueve, quien  en ese tiempo realizaba una investigación en Xalpatláhuac;  despertarían  el interés del etnólogo Joaquín Galarza.

Buscando desarrollar el enfoque  etnográfico, el cual proponía  interpretar los manuscritos como un universo de significaciones coherentes y autónomas, producto de la cosmovisión del pueblo que les dio origen, Galarza emprendió su viaje a la Montaña.

Durante su estancia  reveló que los Lienzos  fijan la importancia de Chiepetlan como centro para la política guerrera de México-Tenochtitlan. Los Lienzos I, II y III, elaborados entre  los años 1695-1777[2], abordan  temáticas de contenido geográfico, económico y religioso; relatos de  organización política y militar; anales de las embajadas civilizatorias de los mexicas en  zona tlapaneca; e historias de grandes batallas libradas entre nahuas y tlapanecas[3].

En conjunto, cada uno de ellos, construye una narrativa, donde el tlacuilo  señala a Chiepetlan  como un centro de nobles guerreros, donde  los hombres se volvían dignos de defender la civilización de sus ancestros en territorio Yopi; el último centro de la civilización mexica que, en los tiempos del señor Ahuítzotl, sería el soporte para  someter al oriente de Guerrero a una dominación militar, religiosa (controlando los templos dedicados al culto de Xipetotec) y civil (controlando la recolección de impuestos y administración de los notables).

Estos resultados publicados por Galarza en 1972, en su obra Lienzos de Chiepetlán, dirigida por Francoise Neff Nuixa[4], aportarían nuevos  datos para comprender e interpretar la historia del oriente de Guerrero.

Los grandes linajes de los mexicas, la política regional del oriente de Guerrero: Gerardo Gutiérrez y la historia detrás del Lienzo

En 1461, la expansión de los grandes señoríos tlapanecas quedó amenazada cuando los nahuas locales decidieron presionar sus fronteras. El interés por ocupar el oriente de Guerrero, por parte de la Triple alianza, llevó, en el mismo año, a enviar a un noble a negociar un acuerdo con el tlatoani Quiahuitl (gobernante de Tlachinollan).

Dicha negociación desataría el descontento de los distintos líderes  que conformaban  los señoríos de Tlapa: la obediencia  mostrada por  Quiahuitl a Tenochtitlan desató una serie de enfrentamientos, los cuales culminaron con la conquista de Tlachinollan en 1481.

Los sucesos pasarían a la historia,  inmortalizándolos en el Lienzo 1 de Chiepetlan y parte de los códices de Azoyú 1 y 2. Concebir a Chiepetlan como la principal fuente de ayuda en la conquista, sería el tema que destacaría el Doctor en antropología  Gerardo Gutiérrez Mendoza.

Siguiendo el legado de Galarza, Gutiérrez  en su obra La heráldica de Chiepetlán, Tlapa, concluye: la creación de los lienzos, tuvo  como fin presentar su pasado, no como conquistados, sino como agentes de su propio devenir. Muchos títulos y códices fueron hechos para promover agendas indígenas locales y regionales; así mismo, celebrar lealtades y alianzas (Lienzos IV, V, VI).

Y a pesar de la vigencia de los relatos que año tras año se recitan desde aquel inolvidable 20 de marzo de 1990, cuando se conformó el Comité organizador para conmemorar  los 500 años de historia del pueblo, encabezadas por el párroco Antolín Casarrubías; los días en la comunidad  transitan sin cambios relevantes.

El pasado glorioso sólo ha dejado un museo que no ha soportado las furibundas tempestades  de la canícula.  Entre  paredes húmedas se exhibe el patrimonio del pueblo: los lienzos y algunas estatuillas que se pudieron rescatar (algunas  excavaciones, con el pretexto de buscar los principales centros ceremoniales, se convirtieron en  saqueos).

Sentados, afuera de sus hogares, los habitantes añoran los buenos tiempos del pueblo viejo. Los bisabuelos cuentan en voz de sus nietos, que el pueblo era  una gran cabecera municipal. En 1880 una extraña epidemia quitó la grandeza a Chiepetlan: como maldición santa (pues se comenta que un sacerdote maldijo el lugar), se condenó a las futuras generaciones a partir en busca de mejores oportunidades.

A las familias sólo les consuela la promesa de volver a ver la renovación de su tierra, con la llegada de sus seres queridos el 29 de septiembre, día de la fiesta patronal.

***

De vuelta al lugar de origen: la fiesta de San Miguel

En septiembre, otros vientos soplan en la Montaña de Guerrero. Los caminos del pueblo renacen. Las milpas espigan.  La morfología abrupta de la región y la adversidad del clima semiseco  han permitido una buena cosecha.

El padre de la agricultura, San Miguel Arcángel,  concedió el milagro de proteger las siembras. En agradecimiento, sus feligreses ofrendan, el día señalado por los frailes agustino,  lo mejor de sus cultivos de maíz y calabaza;  si los recursos lo permiten, donan a una parte de su ganado. Así chivos, guajolotes y un toro cebú caminan por la iglesia para ser bendecidos.

Sin embargo, la protección de los malos aires no es lo único que otorgó el Santo Patrono: la última semana de septiembre reunió, en un sólo lugar, a las hermandades de la montaña.

El silencio es interrumpido por la música.  La banda, acompañada por la explosión de los cohetes,  anuncia el retorno de los que partieron: ahora, la esperanza es reunirse con los que se quedaron.

Las calles, adornadas con papel picado de colores, reciben a  los feligreses de Chaucingo, Tlacuiloyan, Zacualpan, Tenango Tepexi, Cuescomapa, Ixcateopan, Cuacalco, Tacalco, Tlatlauquitepec, Tlapa y  la Ciudad de México.

Sin importar la hora, los devotos pasan a dejar sus mandas a San Miguelito: con flores y velas piden, a través del Tlamáquetl, otro año más de salud e iluminación.

En tanto, afuera de la iglesia, la música acompaña a quienes  ofrendan su mayor riqueza, su danza.

Cada quién a su manera, buscan engrandecer la celebración; deleitar las miradas de quienes son principiantes en la fiesta patronal. El resultado,  tres  distintos escenarios que se unifican el 29 de septiembre cuando San Miguel, desde temprano, sale a las calles  a  escuchar las nuevas peticiones del pueblo:

Los Diablos de Copanatoyac (Copeños), hacen su aparición en el atrio de la iglesia. Brincando y gritando,  celebran que en la guerra entre moros y cristeros, prefirieron  ser  llevados por el diablo. Sin dejar de seguir el compás de la banda, no pierden la oportunidad de mostrar sus máscaras; destacan las personalizadas por Noel Payno y  Rolando Victoriano Vargas: un simpático Kalimán que abre y cierra los ojos, un diablo que a pesar de los años, luce sus dientes blancos; y  un diablo cuyas orejas verdes, grandes ojos delineados con flamas azules y nariz roja, resaltan de los demás.

Ha transcurrido una hora desde que  el sonido de un chicote, azotado con fuerza en el piso, marcó el inicio de la danza. Afuera de la iglesia, se empieza a escuchar un peculiar son, interpretado por Joaquín Ramírez, maestro de danza y músico del pueblo.  El sonido del tambor y la flauta de carrizo, anuncia la danza del tecuan, aquel animal que devora  gente y  animales.

 En cuatro sones (El son de los perritos,  de los cafetales, de los tigres y la retirada), el tecuan es ahuyentado con la copa de los sombreros de pajas de los campesinos; caracterizados, principalmente, por los niños del pueblo, quienes  distan de la multitud por portar  sacos, y máscaras de cartón pintadas de negro.

Cuando el tecuan es finalmente alcanzado por  un singular perrito, con un gorrito azul, la banda nuevamente comienza a tocar para dar la bienvenida a los chinelos de Xochimilco quienes alegres, en cada giro, lucen sus vestidos largos de terciopelo.

Es una gran fiesta, donde el amanecer es anunciado con las serenatas, la danza de la región  se apropia de la tarde y la noche se ilumina con los castillos de pirotecnia. El 29 de septiembre  nada quita la felicidad de recibir con comida a quienes vienen a visitarlos.

Aunque  la hora de partir está cerca, los habitantes de Chiepetlan saben que el siguiente año, primero dios, el andar volverá a su lugar de origen sin importar las circunstancias.

A pesar de que su natal Guerrero es catalogado, por las cifras de homicidio, cómo el Estado más violento;  nada les impide  regresar para fortalecer sus raíces.  Las migraciones ya son parte de su vida, son las que llevaron a sus antepasados, allá en el año ome tochtli, a fundar su pueblo.

[1] Jefe a quién Hurtado atribuye la etimología del nombre de la cabecera al quitarle huehue y añadir tlan, que en castellano significa, tierra o lugar del pelado.

[2] Debido a que la mayor parte de los documentos  desaparecieron en el gran incendio de 1691.

[3] O yopis, nombrados así por los nahuas de la región, al ubicarse al orienta de la población de Acapulco.

[4] Investigadora de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

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