El mundo virtual llegó para quedarse, no solo para enfrentar las nuevas epidemias que están por gestarse, como ha pasado con el Covid 19 (que por su alta letalidad nos obliga a evitar el contacto físico), sino porque es una forma diferente de relacionarnos con nuestro entorno y de establecer nuestra interacción a través de las redes sociales, con nuestros semejantes.
Por El Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan
La pandemia nos mostró tal cual somos, con nuestras carencias y fragilidades como sociedad. Nos colocó contra la pared sin defensa alguna, por los impactos que han desencadenado las políticas públicas que nos impusieron los gobiernos neoliberales. Por décadas se obstinaron en desmantelar a un Estado proveedor de bienes públicos, como la salud y la educación, que fueron producto del gran pacto social por el que pelearon los indígenas y campesinos al lado de Villa y Zapata. A pesar de estas batallas emblemáticas en los albores del siglo XX, México ha sido por centurias un país de enormes desigualdades, cuyas estructuras de privilegio y discriminación, se perpetuaron y reprodujeron a lo largo del tiempo.
Con el cambio estructural que se impuso con el adelgazamiento del estado, desde 1980 los gobernantes asumieron las recomendaciones del Consenso de Washington, orientadas a liberalizar el comercio exterior y el sistema financiero; a reformar la intervención del estado y atraer capital extranjero a los países en banca rota. En nuestro país Carlos Salinas impulsó las privatizaciones masivas de las empresas públicas; promovió las políticas extractivas a través de las concesiones de los bienes de la nación como el agua y los minerales; alentó la apertura de los mercados globales en situaciones totalmente asimétricas y legalizó la desregulación de las actividades económicas, para que el libre mercado impusiera su ley, por encima de los desajustes macroeconómicos marcados por la desigualdad y la pobreza extremas.
La realidad es que, a pesar de tantos vaticinios, de que México formaría parte de los países emergentes del orbe y que despegaría como una economía robusta, la desigualdad es abismal. De acuerdo con datos del Banco Mundial nuestra economía creció solo un promedio de 1 por ciento anual y las condiciones de pobreza se agravaron como la mayoría de los países del sur. En nuestro país se concentró la riqueza en pocas manos, al grado que algunos empresarios, como Carlos Slim. aparecieron en la revista Forbes, como parte de la selecta constelación de ricos en el mundo. Lo grave de esta desigualdad es que se manifiesta no solo en la mala distribución del ingreso y de la riqueza, sino como desiguales capacidades políticas y en derechos sociales como el acceso a la salud, al agua, a una alimentación sana, una educación apropiada y a una calidad ambiental en las ciudades y en el campo. En la tragedia cotidiana la desigualdad es un mal público que genera en sí problemas de salud pública física y mental; impacta negativamente en la cohesión social, en las redes de colaboración y la confianza entre los ciudadanos y en las instituciones. También la desigualdad contribuye a generar mayor estrés, ausencia de visión de futuro y desesperanza en los ciudadanos y ciudadanas.
Todos estos factores nos colocan entre la espada y la pared, como una sociedad inerme, en condiciones de gran vulnerabilidad tanto por la pandemia del Covid 19, como ante una realidad que nos desangra por tanto desorden y violencia. Es un escenario atroz en el que las autoridades han evadido su responsabilidad para atender estas emergencias, que son múltiples y convexas. En contrapartida constatamos a una sociedad agotada, desgastada y pulverizada. No solo la violencia institucionalizada y delincuencial, sino también el Covid 19, le han restado capacidades para dar respuestas certeras a una crisis multifactorial.
En Guerrero, la desigualdad que venimos arrastrando por centurias se ha exacerbado por la violencia endémica propiciada por las autoridades civiles y militares que han mal gobernado nuestra entidad. Usaron la fuerza pública para someter a una población que ha luchado contra las injusticias y la rapiña de los gobernantes. Los caciques y generales del ejército implantaron la represión política y el terror para silenciar a los movimientos sociales. Utilizaron una estrategia de contrainsurgencia para abatir a los alzados en armas y aplicaron planes de guerra de baja intensidad para causar graves daños a la población civil.
Esta práctica que nos remite a la guerra sucia, en la década de los sesenta, se sigue reeditando en las administraciones que han usurpado el poder. Con Rubén Figueroa en 1995, con la matanza de Aguas Blancas, donde las policías estatales y ministeriales atacaron cobardemente a los miembros de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), asesinando a 17 campesinos. Con Ángel Aguirre Rivero en 1998, con la masacre de El Charco perpetrada por militares, causando 11 ejecuciones arbitrarias de indígenas del pueblo Na savi y un estudiante de la UNAM, en la escuela primaria Caritino Maldonado, cuando pernoctaban en los salones de clase. A pesar de este crimen perpetrado por el ejército, que no fue investigado por las autoridades federales ni estatales, el PRD, postuló dentro de sus filas a Ángel Aguirre Rivero para gobernador del estado en el 2011. El 12 de diciembre del mismo año, fueron ejecutados dos estudiantes de la normal de Ayotzinapa, Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría de Jesús, en la autopista del sol, cuando se manifestaban para solicitar una audiencia con el nuevo gobernador. La fiscalía del estado en lugar de investigar a los policías asesinos, intentó responsabilizar a los estudiantes de la tragedia, encubriendo en todo momento a los autores materiales e intelectuales de estas dos ejecuciones.
Para el gobierno federal este delito no representó un agravio al pueblo de Guerrero, ni significó una grave violación a los derechos humanos, por el contrario, se protegió al ejecutivo estatal, quien implantó una política de terror contra los luchadores y luchadoras sociales en el estado. En sus tres fatídicos años asesinaron a dirigentes sociales como Juventina Villa Mojica, Arturo Hernández Cardona, Rocío Mesino Mesino, Luis Olivares Enríquez, entre otros. Lo más grave sucedió la noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, cuando asesinaron a tres estudiantes de la normal de Ayotzinapa y desaparecieron a 43 de sus compañeros. Esta acción delincuencial produjo cerca de 180 víctimas directas y hasta cerca de 700 familiares afectados. Se dio en 9 escenarios diferentes con disparos de armas de fuego y violencia durante 4 a 5 horas. Los informes del GIEI tienen el registro de la participación directa de policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco; la policía estatal, ministerial, federal, elementos del ejército adscritos a la zona militar de Iguala y grupos del crimen organizado, como Guerreros Unidos.
A casi 93 años de la tragedia de Iguala, las autoridades federales no han dado con el paradero de los estudiantes, ni han procedido penalmente contra las autoridades involucradas. Sigue habiendo obstrucción en las investigaciones al interior de la Fiscalía General de la República (FGR) y reticencias de proporcionar toda la información que posee el ejército sobre los hechos que le dieron seguimiento minuto a minuto. Las madres y padres de los 43 estudiantes han salido a manifestarse para hacer público su malestar y desesperación, por la falta de colaboración del ejército en las investigaciones y por la falta de acciones firmes y contundentes por parte de la FGR para detener a funcionarios de alto nivel que fabricaron la verdad histórica y fueron cómplices de estas desapariciones.
A casi 4 años de la administración López Obradorista, las organizaciones y colectivos de víctimas se encuentran en un momento de exasperación por la falta de avances en las búsquedas y las investigaciones de sus familiares desaparecidos. Han constatado que es insuficiente la voluntad del presidente de la república, cuando hay instituciones y funcionarios que no tienen el mismo compromiso, y que más bien, están del lado de los victimarios y de los grupos de poder que se han enquistado en las estructuraras gubernamentales para proteger intereses facciosos.
A nivel estatal, la población en general se siente desamparada. A pesar de que optó políticamente por Morena, el partido del presidente de la república, no experimenta cambios en cuanto a la atención de las demandas básicas que vienen arrastrando los diferentes sectores de la sociedad. El electorado ha corroborado que no basta votar, ni expresar en las urnas un cambio en las políticas públicas. Se requiere desmontar estructuras de poder, que en Guerrero siguen intactas, porque los intereses políticos de las elites siguen intocados, y los pactos que mantienen los dirigentes de los partidos políticos, con las nuevas autoridades y con las organizaciones delincuenciales se reproducen como en antaño, sin que signifique políticamente nada de que esté gobernando Morena.
Lo más grave es que hay una percepción en la nueva clase política reciclada, que es una mescolanza de intereses de grupos, que ahora con el bono democrático sienten que gozan de legitimidad y que, por lo mismo, cuentan con el respaldo de la población en todo lo que hagan. Crean escenarios ficticios para mostrar que la nueva autoridad goza de mucha popularidad. Se explotan las redes sociales para demostrar tendencias favorables en los planes y programas gubernamentales, como los nuevos indicadores del éxito. Este ensimismamiento ha colocado a las nuevas autoridades en un pedestal que las distancia de la realidad; que la vuelve inmune ante cualquier protesta social, y por lo mismo, minimiza lo que sucede a su alrededor, como las tragedias y las acciones violentas que a diario acontecen.
La situación de Guerrero es paradójica, en lugar de que las autoridades estatales estén en mejores condiciones para actuar en lo inmediato, vemos que hay inercias que se arrastran de otras administraciones o componendas políticas de alto nivel que no les permite actuar. Es lógico deducir que existe complicidad, y que no se quieren tocar estructuras de poder que ponen en jaque a los grupos políticos que no están dispuestos a perder privilegios. El hecho de que no se investiguen crímenes de estado del pasado y recientes, hay malas señales dentro de la 4T, de que no se van a tocar a actores del estado que han violado derechos humanos, pero que son imprescindibles para implantar ciertos proyectos económicos y programas sociales que son transexenales.
En ese ámbito vemos difícil avanzar en las investigaciones donde se encuentran involucrados elementos castrenses y cuyas elites defendieron intereses de la economía criminal y a políticos que son responsables de las desapariciones forzadas de cientos de luchadores y luchadoras sociales. El entramado delincuencial en el estado, tiene atado de manos a las autoridades locales, que para desenmarañarlo, implica cambios de fondo al interior del aparato gubernamental y esto requiere romper con pactos criminales e implica contar con todo el apoyo del gobierno federal. Lo preocupante es que se opte por gobernar alejados de la realidad, engolosinados con las redes sociales, gobernando con escenarios ficticios y con un aparato de seguridad ostentoso.