Por Isabel Margarita Nemecio Nemesio
A principios de enero de 2022, Silvia llegó a la sindicatura de Isla del Bosque, en Escuinapa, Sinaloa, había permanecido tres meses trabajando en la cosecha de jitomate en Baja California.
En Isla, actualmente renta un cuarto donde vive con su hijo Manuel de 13 años, Lucio de 9 y Alicia de 6 años. La contratan por día o por semana para la cosecha de chile serrano o chile morrón, en ocasiones la acompaña su hijo Manuel, le paga 50 pesos a una vecina para que cuide a Alicia y Lucio. A la semana entre el salario de Silvia y el de su hijo, llegan a tener entre 600 o mil 500 pesos, depende de las horas que trabajen. Con esos recursos paga la renta, su despensa, compra algunos productos para sus hijos e hija y cubre los gastos cotidianos como el agua, gas, y ocasionalmente lo que le sobra lo ahorra para cubrir alguna emergencia.
Silvia es originaria de una comunidad indígena de Chiapas, tenía 10 años cuando salió de su comunidad junto con su familia, llegaron a trabajar en la cosecha de pepino en Culiacán, de ahí migraron a otros estados. Tiempo después conoció a su pareja mientras ella trabajaba en un campo agrícola en Baja California, años después la abandonó, y así inició un peregrinar que la ha llevado a seguir los ciclos de cultivo en varios estados del noroeste del país. Con el paso del tiempo se vio obligada a dejar de hablar el tsotsil, aunque lo comprende y tiene un español fluido, no ha evitado que enfrente dificultades, abusos y violencias.
Silvia es parte de los 2 millones 330 mil 305 personas que laboraron como jornaleras agrícolas[2] en México. Ella y su familia son el ejemplo encarnado de las violencias que entrecruza el neoliberalismo económico para sostenerse y reproducirse (como lo ha descrito Pastora Filigrana en relación con las jornaleras marroquíes de la fresa en Huelva, España). Cuando ella salió de su comunidad de origen, lo hizo con la promesa de contar con un trabajo y un salario a cambio del uso de su fuerza de trabajo, tenía y tiene el perfil idóneo para “aguantar” las condiciones y jornadas de trabajo a campo abierto. Tuvo que migrar acompañando a su mamá, papá y hermanas, pero en este momento lo hace con sus dos hijos e hija, su vida se ha arraigado a una migración circular que implica contratos “apalabrados o verbales” como un instrumento eficaz donde las y los trabajadores agrícolas solventan la falta de mano de obra que demandan las empresas agrícolas o los productores que requieren de su fuerza de trabajo.
Ésa es una forma de violencia, de cómo el sistema económico agrícola allana el camino para que esa violencia se ejerza, sobre todo cuando la cosecha de jitomate, pepino, chile, tomate y otra variedad de hortalizas o productos agrícolas son un laboratorio donde es visible ver cómo funciona este sistema que entreteje la violencia capitalista, el racismo, la ausencia de políticas públicas integrales y la sobreexplotación de las mujeres jornaleras, máxime de contextos rurales e indígenas.
La recolección del chile que realiza cotidianamente Silvia es un modelo de explotación intensiva porque necesita cientos o miles de brazos durante tres o hasta cinco meses, pero no es el único producto, existen empresas que, aunque les brinden “mejores” condiciones laborales, la cosecha de sus productos como la del chile, no siempre les garantizan salarios dignos y excelentes beneficios sociales.
Los salarios que perciben no compensa el uso de su fuerza de trabajo que es abaratada por un mercado que coloca a las mujeres como asalariadas sin garantizarles mejores posibilidades laborales, y se agudiza cuando son migrantes, indígenas, madres solteras, no cuentan con una red de apoyo familiar, y todo aquello que asegura que los productores dispongan de su fuerza de trabajo porque no tienen otras alternativas. Las mujeres jornaleras, principalmente de contextos rurales e indígenas son seleccionadas y contratadas directamente en sus comunidades de origen, pero es incierto saber si ellas van a retornar después de concluida la temporada agrícola, o seguirán como Silvia, un peregrinar que las obliga y les impone la alternativa de ser contratadas en la recolección en otros estados.
La invisibilización del trabajo de las mujeres jornaleras indígenas es la norma, y eso fomenta que se originen todo tipo de abusos, que se incumplan y violenten sus derechos, que se les limiten las oportunidades laborales, que sus salarios no compensen el esfuerzo físico que ejercen durante sus jornadas de trabajo, que las amenacen con anotarlas en las famosas “listas negras” por denunciar estos abusos. La realidad que vive Silvia como mujer jornalera indígena, es solo un botón de muestra de las problemáticas que ellas enfrentan en sus contextos de movilidad laboral como ejércitos de reserva de mano de obra jornalera.
[1] Colaboradora del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública A.C. e integrante de la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas.
[2] CONASAMI. (noviembre 2020). Investigaciones y Estudios realizados por la Dirección Técnica en 2020. Informe anual del Comportamiento de la Economía. Anexo. Pág.117.