OPINIÓN Violencia y trabajo infantil en la Montaña

Trabajo infantil. El trabajo de niñas y niños en México se ha extendido entre las familias pobres, cuyos padres y madres no cuentan con un ingreso seguro y con lo poco que ganan sería imposible atender las necesidades más apremiantes de sus hijos. Además de que la canasta básica se ha tornado inalcanzable para millones de familias pobres, los niños y niñas no asisten a la escuela por onerosa que se ha vuelto la educación pública y porque tienen que dedicar parte del día a realizar algún trabajo que les dé la oportunidad de obtener un ingreso.

Por El Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

De acuerdo con el último reporte del INEGI hay alrededor de 3.3 millones de niñas y niños involucrados en algún trabajo, lo cual representa el 11.5 por ciento de la población de entre 5 y 17 años. Un gran número de niñas y niños no sólo enfrentan el flagelo de la pobreza que por varias generaciones se ha reproducido ante la imposibilidad de romper con este círculo de la exclusión social, sino que muchas de ellas son víctimas de la violencia familiar y delincuencial.

Hemos documentado casos graves de niñas que se encuentran en total indefensión y que luchan a brazo partido para no sucumbir ante la tragedia familiar. Cinco niñas del municipio de Alpoyeca quedaron huérfanas de madre a causa de la violencia del padrastro que fue el autor del feminicidio. Ninguna autoridad las auxilió y el Ministerio Público las revictimizó. Las obligaron a declarar cuando ellas no estaban en condiciones de hacerlo. Las cuatro niñas menores se refugiaron con la hermana mayor que estudiaba el bachillerato. El mundo se les vino encima porque no encontraron redes de apoyo familiar que las cobijara y les brindara la ayuda necesaria para enfrentar esta trágica muerte de su madre. Las cinco niñas que antes habían acompañado a su mamá para trabajar como jornaleras agrícolas en el estado de Sinaloa, y que los sueldos de tres menores y la mamá les permitieron levantar su casa, se vieron obligadas vender memelas y atole. De manera esporádica las hermanas mayores han trabajado en las casas como empleadas del hogar. Han pasado cinco años del feminicidio de su madre y las cinco niñas se han sobrepuesto para sostenerse con las diferentes actividades que realizan. Las hermanas mayores ya no pudieron continuar sus estudios y decidieron trabajar para asegurar que sus dos hermanitas puedan asistirá la escuela.

Dos niñas me’phaa de Juanacatlán, municipio de Metlatónoc, no sólo vivieron la agresión sexual de su propio padre, sino que tuvieron que desplazarse del domicilio donde vivían porque los abuelos paternos las echaron de la casa. No les permitieron sacar sus cosas, ni la carcacha que habían logrado comprar de los ahorros de la mamá que vende tostadas. Tuvieron que refugiarse en una comunidad de la Montaña para evitar que algún familiar del padre las amenazara o las agrediera. Su mamá desde que tuvo conocimiento de que su esposo abusaba sexualmente de sus dos menores hijas se armó de valor para denunciarlo, asumiendo las consecuencias de lo que implicaría esta denuncia.

Fue muy difícil para la mamá de las niñas encontrar un lugar para vivir, sobre todo, rentar una casa donde pudieran rehacer su vida. Actualmente las niñas tienen que ayudar a su mamá para sobrevivir. Le ayudan a elaborar las tortillas, las ponen en el comal, después las secan al sol para que queden doradas y puedan venderlas como tostadas. Su mamá las guisa en aceite y las deja escurrir varias horas para que sus pequeñas hijas se encarguen de empaquetarlas y salir a las calles a venderlas. En un principio intentó venderlas en el mercado, sin embargo, no le convino porque la competencia era desleal y una docena la tenía que vender a 15 pesos para que los clientes se animaran a comprarla. Salía perdiendo porque no le alcanzaba para costear el aceite que utiliza. No tuvo otra opción que empezar a vender casa por casa. Desde hace dos años ha encontrado personas que le compran semanalmente 300 tostadas, sin embargo, sus ganancias son de 300 pesos al día, por eso sus hijas le ayudan con otros trabajos para completar los gastos de comida de la casa que ascienden a 600 pesos por semana. La hija mayor aprendió a elaborar pulseras de hilo y chaquira y las logra vender en la escuela Sor Juana Inés de la Cruz. Hay días que vende tres o cuatro pulseras por 35 pesos. Este dinero le alcanza para comprar un cono de huevo o dos bolsas de frijol para comer. La segunda hija le ayuda a vender bolis en la escuela Felipe Ángeles Ramírez, donde ha logrado tener varias amigas. Diariamente carga con su cubeta para llevar los bolis que ahora con el calor vende todos. Por su parte, su mamá les ha enseñado a elaborar canastitas y bolsas de palma, que logró aprender en las comunidades nahuas de Tixtla. Estas artesanías son baratas y accesibles para incrementar un poco su ingreso. El gran logro de su mamá es que animó a sus hijas a que continuaran sus estudios que a pesar de las precariedades han sabido organizarse para trabajar y estudiar. Su mayor sueño es que sus hijas no vuelvan a ser víctimas de la violencia y que encuentren en la escuela el modo más seguro para enfrentar este trauma y encontrar en la educación un camino más seguro para fortalecer su espíritu y seguir el ejemplo de su mamá para no permitir que nadie más atente contra su dignidad.

Lucino, un niño me’phaa de 12 años, que vive con su mamá y su abuela, junto con su hermano Braulio de 10 años y otro hermano menor han tenido que soportar el desprecio de su padre. Es muy común en la Montaña que los papás abandonan a sus parejas, sobre todo cuando saben que están embarazadas. La historia se repite, el papá no los quiso reconocerlos como sus hijos y dejó abandonada a su madre. La mayor desilusión de los tres hijos es ver a su padre alcoholizado negándoles cualquier apoyo con el argumento de que no tiene dinero.

Ante la irresponsabilidad del papá, Lucino empezó a trabajar como peón desde que tenía 9 años para ganar 50 pesos al día y compartir con su abuela y su mamá ese precario ingreso. Fue un ejemplo para la familia porque continuó estudiando la secundaria y con el poco dinero que gana le ayuda a su hermano Braulio para que pueda terminar la primaria.

Desde pequeños salieron a trabajar en el campo con su mamá. Iban a comunidades de la misma región de la Montaña. Se han alquilado para chaponear y pizcar. Salen en temporada de lluvia que es cuando logran conseguir trabajo. Poco dinero logra juntar, y sólo les alcanza para comer y comprar algunos útiles de la escuela. A veces se dan el lujo de comprarse algunos huaraches. Regularmente la gente les regala ropa porque ven que por más que trabajen los niños no mejora su situación económica. En ocasiones se levantan a las 6 de la mañana para cortar leña. Les alcanza para comer una tortilla que remojan con una taza de té. Así se van al cerro con un burro prestado y cuando no consiguen trabajo, la leña que cortan la venden en las casas para tener algún recurso extra. También van a cuidar sus cinco chivos que con mucho trabajo han criado para que cuando ocurra una enfermedad puedan venderlos. Todo el tiempo están pendientes de los trabajos que salen, por eso siempre cargan un garabato cada quien porque en cualquier momento los pueden llamar para trabajar.

Su situación empeoró porque hace unos meses a su mamá le detectaron un cáncer cérvico uterino. Hace más de un mes Braulio acompañó a su mamá al hospital de Acapulco para que le den el tratamiento que requiere. El viaje y la atención médica tienen un alto costo. Para las familias pobres de Guerrero no existen los servicios médicos gratuitos, por eso Braulio tuvo que conseguir 20 mil pesos con un familiar. Se echó a cuestas una deuda que no saben en cuánto tiempo va a cubrir, pero el amor por su madre puede más que cualquier sacrificio para luchar por su salud. En la casa materna se quedaron Lucino y su hermano el más pequeño. Ahora ellos hacen el trabajo de Braulio. En la mañana y en la tarde muelen con un molino de mano el nixtamal para hacer tortillas. En algunas ocasiones su tía visita a su abuelita que desde hace años no camina. Los nietos ya aprendieron a darle de comer y atender sus necesidades fisiológicas. Además de trabajar también son los que cuidan a su abuela.

El niño Lucino, como centenares de niños y niñas de la Montaña no sólo tiene que trabajar en el campo y en las calles para recibir un ingreso que mitigue el hambre de su familia, sino que es víctima de la violencia que se expande en las comunidades y que se reproduce en el ámbito familiar. Las autoridades de los tres niveles de gobierno se han desentendido de esta violencia y son cómplices de la tragedia que padece la niñez indígena. Los han dejado en el olvido como si se tratara de personas sin derechos. La niñez indígena es víctima del racismo institucionalizado. En este gobierno que supuestamente les da prioridad a las familias pobres, las autoridades educativas del Estado son un ejemplo claro de la demagogia en que han caído al negarles a las madres y padres de familia el derecho a tener un maestro o maestra en sus comunidades. Es inconcebible que se escuden en la falta de presupuesto y que condenen como han hecho los demás gobiernos corruptos y mestizos a la niñez indígena ser parte de la población analfabeta que padece los estragos del desempleo y del desprecio de los políticos y patrones.

El actual gobierno de Evelyn Salgado no ha emprendido acciones de gran calado para proteger a la niñez indígena, para garantizar la educación básica, para crear un entorno seguro en las comunidades donde viven.

La niñez indígena no sólo crece en la orfandad institucional, sino que padece la violencia de un gobierno racista que les niega a los niños y niñas el derecho a soñar un mundo donde reine la magia, el encanto, el juego y la felicidad tan ausente en la Montaña de Guerrero.

Nacional

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