Enrique G. Gallegos*
A diferencia de AMLO —que implementó políticas sociales de izquierda pero era de ideología conservadora, liberal y promercado—, no puede haber dudas sobre el perfil de izquierda de la Presidenta (en otro artículo he analizado la posición ideológica del ex presidente. AQUÍ PUEDE CONSULTARSE).
Por eso extraña que teniendo todo para reencauzar tanto el discurso como la praxis a una política nítidamente de izquierda, haya optado por tirarse al centro-izquierda y automoderarse. Este es uno de sus primeros errores. Precisamente porque las políticas macro-económicas durante el sexenio de AMLO tendían a mantener el statu quo de acumulación del capital, uno esperaría que Sheinbaum avanzara en la modificación de la infraestructura económica.
Mientras AMLO mantuvo una rijosidad verbal, fue conservador en la transformación de la infraestructura económica. Lo que hizo fue redistribuir entre los de abajo parte del ingreso fiscal; pero mantuvo toda la ortodoxia en el manejo de la economía. Para darse una idea del mantenimiento de la lógica acumulativa del capital, el informe de OXFAM es ilustrativo:
“… los súper ricos en México han visto crecer sus fortunas en un tercio (33%) desde el inicio de la pandemia. Por cada 100 pesos de riqueza que se crearon entre 2019 y 2021, 21 pesos se fueron al 1% más rico y apenas 0.40 pesos al 50% más pobre. Solamente Carlos Slim, el hombre más rico de México y de América Latina y el Caribe, concentra más riqueza que la mitad de la población mexicana y ha visto crecer su riqueza en un 42% desde el principio de la pandemia, un monto equivalente a US$1 millón por hora.” (Aquí se puede consultar el informe).
Atemperó la pobreza, pero los ricos se hicieron más ricos. Sheinbaum deberían proceder al revés: moderarse en los discursos y transformar la infraestructura económica para que la redistribución no sólo sea del ingreso fiscal, sino del plusvalor que genera la clase trabajadora. Si bien a AMLO le sirvió la polarización retórica, a Sheinbaum le podría resultar contraproducente. Al tirarse al centro-izquierda y automoderarse Sheinbaum se equivoca: inicio con la apabullante legitimidad de más de 35 millones de votos y cuenta con la mayoría en ambas cámaras para avanzar en esa transformación. Pudiendo, no lo hace.
Se dirá que parte de mis aseveraciones son desdichas por las reformas al poder judicial que establecen el voto popular, las reformas en materia de pueblos indígenas y afroamericanos, la agenda de género y otras reformas en materia de derechos laborales y sociales, así como la ampliación de los apoyos económicos y la agenda medioambiental que proyecta. Si bien son importantes, no modifican la base en la que se asienta una sociedad y que permiten su reproducción: la economía. Aquí es donde aparece el segundo error estratégico. Me explico.
Está más que claro que el moderado izquierdismo de Sheinbaum no es anticapitalista y es previsible que mantenga las lógicas acumulativas del capital, centrándose, tal y como lo hizo AMLO, en la redistribución de ingreso fiscal del Estado, la austeridad, el combate a la corrupción y la eliminación exenciones y otras fugas fiscales. Aquí donde aparece otro de los errores, si no que el mayor. Como no se le pueden pedir peras al olmo (a una defensora del mercado pedirle que se comporte como anticapitalista), lo menos que se exigiría a una presidenta de izquierda es que modifique los instrumentos estatales a través de los cuales es posible redistribuir parte la riqueza social: los ingresos fiscales.
Y es justamente aquí donde aparece el error garrafal y que hipotecará el destino del pueblo: la negativa a realizar una reforma tributaria para incrementar los impuestos a la clase capitalista y sus intermediarios. Aquí nuevamente los datos de OXFAM son ilustrativos: “Las personas contribuyentes con ingresos arriba de 500 millones de pesos anuales apenas representaron el 0.03% de la recaudación total de impuestos (…) Destaca lo poco que se recauda de impuestos a la riqueza en México, que ocupa la última posición entre las grandes economías de América Latina y el Caribe por recaudación de impuestos a la riqueza, con un monto que apenas alcanza el equivalente al 0.34% del PIB frente al promedio latinoamericano de 2.57%..”
En otras palabras: entre más ricos, menos impuestos pagan; en cambio, la masa de trabajadores paga de impuestos hasta el 35% de sus ingresos salariales. Por eso una reforma fiscal es tan importante como la del poder judicial.
Si con la reforma al poder judicial se pretende avanzar en tres dimensiones, perfectamente válidas (evitar el lawfare, combatir la corrupción y restituir el poder de elección al pueblo), con una reforma fiscal profunda se podría hacer viable los programas y agendas sociales y de justicia social en el largo plazo (más allá de un sexenio). No hay manera de que un Estado mantenga una amplia agenda de derechos sociales y colectivos sin que se reforme el sistema de tributación, para que las capas más adineradas paguen mayores impuestos.
Para comprender la importancia de este punto hay que recordar que si bien técnicamente el salario es el ingreso que recibe el trabajador a cambio de su fuerza de trabajo, hay vías indirectas que repercuten en el salario y que benefician las condiciones de vida de la clase trabajadora. Educación, salud, seguridad social, pensiones, parques, transportes, cuidados, guarderías para los niños, espacios de recreación, internet, etc., gratuitos y proporcionados por el Estado pueden aliviar los costos de vida de las y los trabajadores. Mientras no existen las condiciones objetivas y subjetivas para crear otra sociedad menos criminal que la capitalista, ese es el horizonte al que se deben empujar las reformas y para ello es central modificar, como mínimo, el sistema fiscal. La ecuación es sencilla: de algún lado tiene que salir el dinero para su financiamiento. Y ello debe ser gravando los ingresos de la clase capitalista, que usufructúa el plustrabajo que produce la clase trabajadora.
Adicionalmente, un gobierno de izquierda no puede pensar sólo en términos de un sexenio. Varios gobiernos de Latinoamérica, de los llamados progresistas, cometieron este error y la pagaron caro, sea con retrocesos o con crisis económicas. Por eso, es un tercer error estratégico no pensar en el largo plazo; digamos, en una onda expansiva de al menos 30 años. Y para ello, no sólo se requiere reformar el sistema jurídico y político, sino también los mecanismos para redistribuir la riqueza social. Dado que Sheinbaum ha decidido no tocar las lógicas acumulativas del capital (infortunadamente no está en su mentalidad tal cosa), la única vía que queda es la reforma tributaria. Y esto lo debe hacer en sus dos primeros años de gobierno, pues por la composición del bloque gobernante, es previsible que a partir del tercer año se les compliquen las maniobras. Aquí es donde aparece el cuarto error estratégico.
Este error hay que decir que es tanto una herencia de AMLO como una decisión de Sheinbaum. Este error tiene tres planos en un mismo polo, que con el paso del sexenio se manifestara como grietas y antagonismo en el mismo bloque: por un lado, la composición del bloque legislativo de Morena y aliados. Una fauna variopinta con intereses y orígenes diversos: priista, panistas, perredistas, verdes, empresarios, advenedizos, conservadores, sectores de derecha, saltimbanquis, cuyo único pegamento es la búsqueda de los espacios de poder. Se dirá que era necesario para el plan C; pero lo cierto es que nunca se sabrá si era posible el mismo plan con un bloque de candidaturas más homogéneo. Por otro lado, los liderazgos de Morena en esas cámaras ya están moviendo los hilos rumbo al 2030: Ricardo Monreal, Gerardo Fernández Noroña, Adán Augusto López (incluido el caso de Marcelo Ebrard que está jugando desde el gabinete). Es previsible que estas alianzas entre morenos, intramorenos y aliados duraran sólo la primera parte del sexenio.
El segundo y tercer plano sucede en Morena. A menos que sea mera retórica, es un error de Sheinbaum haber renunciado y tomado distancia de Morena (que recuerda un idéntico gesto de Zedillo con respecto al PRI y así le fue de mal). El movimiento estratégico debió ser al revés, ampliar su presencia en ese partido para usarlo como herramienta de lucha y transformación, dotándolo incluso de una clave de género politizadora. Pues en los momentos de crisis y tensión, será fundamental en la lucha política, incluida la salida a las plazas y calles. El tercer plano: el arribo a la dirección de Morena de Luisa María Alcalde Luján y Andrés Manuel López Beltrán, juniors del izquierdismo moderado, con poco peso político por sí mismos y, en el caso de Alcalde, con un desempeño desafortunado; como secretaria de Trabajo fue una afrenta a la clase trabajadora: no hay que olvidar que por la ausencia de una estrategia dejó perder el 89% de los contratos colectivos de trabajo y fue incapaz para solucionar la huelga de Sutnotimex; su paso por secretaria de Gobernación fue gris y con ciertas dosis de frivolidad (a diferencia de Adán Augusto López, su antecesor que asumió todas las operaciones políticas, las tareas más complejas las retomó directamente el expresidente y sus operadores).
Ciertamente, como lo demostró en su paso por la Ciudad de México, Sheinbaum es eficiente en la implementación de políticas y proyecto complejos; tiene una solida formación y experiencia y llega con un equipo técnico capaz para la gestión del gobierno. Pero en el espacio político cabe preguntarse ¿quiénes son los hombres y mujeres fuertes y de la absoluta confianza de la Presidenta que operarán y apretarán los tornillos cuando las cosas no marchen o sea necesario frente a los factores reales de poder? Una arista para ponderar es la alianza sorora que podría trazar para construir un polo político con las mujeres, tanto en la sociedad, como con las que integran el poder legislativo (dado que representan cerca del 50% de sus integrantes). Hasta dónde pesará más la agenda de género y las políticas de izquierda, que los intereses y la filiación partidistas, está aún por verse. Tampoco hay que olvidar que Sheinbaum se enfrentará permanentemente a ese poder difuso y real, transversal a nuestra cultura: el patriarcado.
Si no se corrigen algunas de las estrategias y se afinan los mecanismo de cohesión política en su bloque, se puede pensar que en el segundo tramo del gobierno, Sheinbaum podría enfrenta mayores dificultades en la operación, distorsiones y amarres inaceptables, e incluso derivar en una situación de fragilidad política (y con el riesgo de un poder militar cada vez más aupado y con una fuerte tradición patriarcal).
*Profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana