Por Max González Reyes
Durante mucho tiempo el sistema político mexicano estuvo basado en dos pilares: las leyes formales y explícitas que eran emanadas de la Constitución y de las leyes, y las reglas informales y no explícitas de la práctica política que también tenían un peso específico. Estas reglas se tenían que cumplir al pie de la letra porque para todos era claro que, para las primeras, no se podía -ni se puede- violar la Carta Magna porque para ello está codificado todo el engranaje jurídico. El otro pilar que sostenía al sistema eran las reglas no escritas que no tenían fundamento legal pero que se aplicaban en la práctica, también, al pie de la letra. Estas reglas no codificadas (o metaconstitucionales, como en su momento las llamó Jorge Carpizo) tenían un peso específico dentro del sistema político mexicano, porque quien no se alineaba simplemente se convertía en un político en desgracia y su carrera estaba terminada.
Hay innumerables casos de actores políticos que se les aplicaron unas y otras reglas que les dieron proyección y permanencia o bien, que su carrera política quedó frustrada por no acatar las reglas escritas y las no escritas.
Así funcionó durante décadas el sistema político. No está de más decir que el abuso y desgaste de estas reglas llevó hacia el final del siglo pasado, precisamente, a la decadencia de mecanismo que terminó en fracturas y escisiones que se fueron convirtiendo en un sistema caduco frente a una sociedad que despertaba de un letargo.
Aun con ello algunas de esas reglas siguieron funcionando. Una de ellas era que una vez que se declara el ganador de la elección presidencial, el presidente en funciones comenzaba su retirada. Para ello, reducía sus actividades públicas y políticas, dejaba de aparecer en actos donde él era el centro.
Basta recordar que en el sexenio anterior, el entonces presidente Enrique Peña Nieto dejó que el presidente electo Andrés Manuel López Obrador apareciera en los medios a efecto de ir tomando, desde antes de rendir protesta, las decisiones que a partir del 1 de diciembre de ese 2018 su gobierno asumiría.
Sin embargo, esa regla no escrita se rompió (o no se cumplió) en el actual gobierno. Como se acaba de mencionar, desde antes que el presidente Andrés Manuel López Obrador tomara el cargo se asumió como el protagonista de su gobierno. No estaba mal pues para ese momento se entendió que él era quien tomaría las riendas del siguiente sexenio. Una vez en el cargo, desde el primer día se dejó ver “el estilo personal de gobernar” con sus conferencias mañaneras. De la misma manera, a diferencia de otros mandatarios que los fines de semana no tenían actos públicos, el presidente López Obrador ocupó los viernes, sábados y domingos, para hacer visitas en los estados y, de paso, hacer declaraciones para tener presencia en los medios locales y nacionales.
Pero lo que más sobresale de esta forma distinta de gobernar es que una vez que pasaron las elecciones, el presidente no bajó su actividad política ni muchos menos su presencia en los medios. Lejos de eso, el mandatario continuó dando conferencias mañaneras igual de largas y abundantes como lo hizo durante todo su sexenio. Esta cobertura de los medios obligó a la presidenta electa Claudia Sheinbaum Pardo a hacer sus declaraciones y conferencias de prensa en hora distinta a las mañanas para no empalmar con las del presidente.
El periodo del interregno (entendido como el espacio de tiempo en el que hay una duplicidad en el gobernante, pues el que está en funciones aún no se va, y el que llega formalmente aun no asume el cargo) servía en el régimen priista para el reacomodo de la clase política, desechar a los que no se quedarían en el nuevo gobierno y acomodar a los que asumían un cargo en la nueva administración. Hoy no hubo ese intervalo, pues López Obrador no dejó un espacio a Sheinbaum. Más bien, para mostrar colaboración y cooperación entre el saliente y la entrante, el presidente invitaba a la presidenta electa a sus giras los fines de semana y con ello daban muestra de una colaboración y un traslado del poder sin sobresaltos. Pero la batuta la seguía teniendo el presidente.
Es decir, López Obrador no soltó un mínimo durante todo su mandato. Asumió el cargo veinticuatro, siete, seis, es decir, siete días a la semana, las veinticuatro horas por los seis años de su mandato. Si bien se podría decir que fue electo para cubrir todo ese lapso, dentro de las reglas informales y no escritas estaba dar oportunidad al próximo mandatario (ahora mandataria) de ir ocupando el espacio del presidente en funciones.
Esta postura de no ceder es el claro ejemplo de lo que fue el mandato de López Obrador. Desde el principio hasta el final es el protagonista y no quiere que le quiten los reflectores. Hasta el último minuto de su mandato será el presidente ocupando todas las áreas. En una de sus últimas mañaneras anunció que una vez dejado el cargo no se irá inmediatamente a su rancho en su natal Tabasco, sino que se quedará un tiempo en la Ciudad de México para “aclimatarse”. No vaya a ser que una vez dejado el cargo quiera seguir como protagonista.