Por Max González Reyes
La historia reciente de México ha girado en torno a la democratización del país. Desde que se formó un partido nacido desde el poder, el objetivo ha sido desmantelarlo para tener acceso a una plena justicia que no esté capturada por unos cuántos que tienen la capacidad de sobornar, o que el amiguismo y la influencia no sean los que priven entre la sociedad.
Basta recordar que desde el siglo pasado el sistema político mexicano estuvo basado en una constante negociación de la ley a favor de aquellos que tenían los recursos para comprarla, ello pese a que había todo un engranaje jurídico que supuestamente aplicaba para todos y sin distinción. Fue con la consolidación de las “reglas informales” que se fueron afirmando grupos políticos que entendieron cómo funcionaban esas reglas de tal manera que se acomodaron para sobrevivir. Por ello sindicatos, obreros, campesinos y hasta miembros de las fuerzas armadas, entendieron que la forma de mantenerse vigentes en el sistema para ser escuchados y tomados en cuenta era alinearse a los designios del poder político. No obstante, dentro de esos grupos hubo disidencias que quisieron salirse del margen que el mismo sistema permitía. Esos grupos -en algunos casos líderes claramente identificados- fueron eliminados (aplicándoles la ley), encarcelados o, en el mejor de los casos, borrados del mapa político (mandándolos lejos del país como embajadores o representantes diplomáticos) y su carrera se vio frustrada al salirse de los parámetros establecidos.
Así funcionó el sistema durante décadas. Esa misma cerrazón era reflejada en las reglas que permitían el acceso al poder. Las leyes electorales fueron creadas para que en las cámaras legislativas el partido en el poder mantuviera la mayoría que le permitiera aprobar las leyes a modo del residente en turno. La hegemonía del partido en el gobierno era obvia.
Con el paso del tiempo esas reglas se fueron desgastando de tal manera que un sismo político se presentó en 1987 cuando un grupo de personajes importantes dentro del partido gobernante se separó al no poder elegir de manera democrática al candidato presidencial del año siguiente. Esa escisión cimbró a todo el sistema político. Fue a partir de 1988 que se empezó a debilitar, aún más, un sistema que había funcionado por años. A partir de ahí la oposición empezó a cobrar fuerza de tal manera que le fue quitando espacios al partido hegemónico.
Si bien el proceso democrático había dado unos primeros pasos hacía finales de la década de los setenta, con la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE), el gobierno seguía teniendo el control de los procesos electorales. Sin embargo, poco a poco se fue desgastando la supremacía del binomio partido-gobierno-gobierno-partido. Ese desgaste tuvo su reflejo en reformas que se fueron dando. Entrada la década de los noventa, se fueron creando organismos que quitaban las funciones de árbitro a las instancias gubernamentales, para dárselas a entes recién creados que tuvieran una especialidad, particularmente dotándolos de autonomía, como el Instituto Federal Electoral (IFE), que se encargaría de organizar y calificar las elecciones, función que estaba a cargo de la Segob; la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), cuya defensa de los derechos humanos también estaba a cargo de la Segob, para dárselas a nuevas instituciones. Con el paso de los años se fueron agregando otras instancias con la característica principal de que tenían autonomía, es decir, estaban alejadas del gobierno. Así surgieron organismos como el Instituto Nacional de Transparencia (INAI), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), el Consejo Nacional de Evaluación (Coneval), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), etc. con funciones que requerían una especialización.
El proceso para descentralizar y quitar del gobierno ciertas funciones, aunque era lento, y por momentos parecía que se detenía, iba por buen camino. La tendencia era mantener ese proceso. Pero la irrupción de Morena como partido político en el escenario político en 2014 puso signos de alerta. Posteriormente, su llegada a la presidencia de la República, pero sobre todo la postura de su candidato Andrés Manuel López Obrador, en torno a la función que desempeñaban los órganos autónomos, vino a detener el avance que durante años había ido progresando.
Desde su separación del PRD, López Obrador mostró una postura radical respecto a diversas instituciones que se habían creado en los últimos años. Su marcado escepticismo hacía el INE en torno a su función en los procesos electorales, así como las funciones de diversos órganos autónomos, el candidato y posteriormente el presidente los vio con recelo. Para él estos organismos eran onerosos y no eran prioritarias, por lo que había que desaparecerlos. Todos los días lo mencionaba en sus conferencias mañaneras. Fue hasta febrero de este año que propuso una serie de iniciativas para, entre otras, desaparecer los órganos autónomos. Ese paquete de iniciativas no se pudo lograr en ese momento porque Morena y sus aliados no tenían la mayoría calificada en las cámaras legislativas para modificar la Constitución. Una vez pasada la elección de junio, y ya con la mayoría calificada, la coalición encabezada por Morena echó en marcha el llamado Plan C por lo que se han estado aprobando iniciativas de aquel bloque presentado en febrero. Una de las más recientes es la desaparición de los órganos autónomos.
La iniciativa, aprobada el pasado 26 de noviembre en la Cámara de Diputados, incorpora en diversas dependencias del gobierno las funciones que de manera autónoma hacían organismos como el Instituto Nacional de Información Pública (Inai), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), la Comisión Nacional de Competencia (Cofece), el Consejo Nacional de Evaluación (Coneval), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) y la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu). En la justificación del proponente estos órganos no desaparecen sino que pasan sus funciones a una secretaría; sin embargo, ese es el peligro, porque al pasar a una dependencia del gobierno lo que se elimina es la autonomía con la que funcionaban y pierden su independencia, pues pasan a ser una instancia del ejecutivo.
Con esta desaparición, aunado a otras reformas constitucionales aprobadas por el bloque de Morena y sus aliados, han quitado el contrapeso que por largos años se había formado. En poco más de un sexenio se ha tenido una regresión que tanto costó. La consigna de no ser igual a sexenios pasados no puede estar garantizada sin instituciones que vigilen y controlen el quehacer del gobierno. Sin el mecanismo de rendición de cuentas privará la opacidad y no habrá datos confiables que nos muestren lo que realmente está haciendo el gobierno. Este es un retroceso y ojalá en un futuro no sea contraproducente.