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11 de septiembre, 1973, Golpe de estado en Chile

Santiago de Chile, 11 de septiembre de 1973. A las 7:15 de la mañana el presidente Salvador Allende sale de su casa ubicada en la calle Tomás Moro con dirección a La Moneda, el palacio de gobierno. Hace una hora que viene recibiendo llamadas telefónicas desde Valparaíso: la marinería se ha sublevado, ha sitiado el puerto, cortado las principales rutas de acceso a la ciudad. Además, afirman que habría movimientos en el regimiento Maipo. Ha dado instrucciones para que lo comuniquen con los generales en jefe, pero ninguno responde el teléfono. Lo acompañan sus amigos Augusto Olivares y Joan Garcés, escoltas personales, algunos policías. Es una mañana fría, brumosa y el asfalto está húmedo. Van en un Fiat 125 a toda velocidad por Avenida Kennedy. Sabemos que el presidente viste una chaqueta tweed gris, un jersey de cuello subido con figuras geométricas pardas, un pantalón marengo, un reloj Jaegger LeCoultre en la muñeca derecha, sus habituales Mustang sobre el ceño y que ha dormido tan sólo tres horas desde la noche anterior. Tiene 65 años. Llegan a La Moneda alrededor de las 7:30 y el presidente ordena al chofer (fuera de lo habitual, pues solía hacerlo por calle Morandé) ingresar por la entrada principal que se encuentra flanqueada de policías, para que lo vean llegar. Sube las escaleras de mármol, se encierra en su oficina con Garcés, Olivares y el director de Carabineros, general José María Sepúlveda. Resulta preciso saber quiénes están implicados, a qué sector de las Fuerzas Armadas pertenecen. Hay que insistir con Pinochet, con Leigh, con Montero. Inubicables. Que llamen al general Prat, urgente. Avisa que hará una llamada personal. Marca a su casa. Habla con Hortensia Bussi, su esposa: las cosas están mal, pero hay que estar tranquilos. Que se reúnan todos en la casa, que esperen allí. Lo interrumpen algunos funcionarios, algunos amigos; alrededor suyo, miembros de la escolta personal han comenzado a desplegar dispositivos de seguridad. Durante el ajetreo, llama al presidente de la Central Unitaria de Trabajadores, Luis Figueroa. Le comenta de la situación y concluyen que, lo mejor, es que concurran los trabajadores con normalidad a sus puestos de trabajo y que permanezcan allí, en calma, pero vigilantes. A las 7:55 levanta el auricular en comunicación con radio Corporación y pide salir al aire. Pronuncia su primer comunicado del día: “habla el Presidente de la República desde el Palacio de La Moneda”. Relata la situación con serenidad. Pide estar atento. “Tenemos que ver la respuesta, que espero sea positivo, de los soldados de la Patria, que han jurado defender el régimen establecido”. Tienen todos que saber que “yo estoy aquí, en el Palacio de gobierno, y me quedaré aquí, defendiendo al gobierno que represento por la voluntad del pueblo”. Al cortar, pregunta nuevamente por los generales en jefe, si se han podido comunicar con ellos, que qué pasa con Pinochet, con Prat. Inubicables. Son las 8:00 de la mañana. Le informan que el Ministerio de Defensa no responde. Ordena ir a averiguar qué ocurre con el ministro Orlando Letelier. El presidente toma el teléfono de radio Corporación y sale al aire por segunda vez. Son las 8:15 de la mañana: “trabajadores de Chile, les habla el presidente de la república”. Se mantiene sereno, aunque ciertas palabras que improvisa lo agitan momentáneamente. “He ordenado que las tropas del Ejército se dirijan a Valparaíso para sofocar este intento golpista”. Mientras tanto, “deben esperar las instrucciones que emanan de la Presidencia”. “Deben permanecer atentos en sus sitios de trabajo a la espera de mis informaciones”. “Tengan la seguridad…”, “tengan la certeza…”. “Las fuerzas leales respetando el juramento hecho a las autoridades, junto a los trabajadores organizados, aplastarán el golpe fascista que amenaza a la Patria”. Tiene aún el teléfono en la mano cuando llega el subsecretario de Guerra, el coronel Rafael Valenzuela. Le comunica que viene del Ministerio de Defensa, que no ha podido ingresar, que éste ha sido tomado por el Ejército. El Ejército. Le llama el edecán de la Fuerza Aérea, comandante Roberto Sánchez, desde su propia casa en Tomás Moro. Tiene la orden de comunicarle que hay en curso un alzamiento de las Fuerzas Armadas, que debe renunciar y abandonar el país, que debe verlo en persona. Se ofusca, “¡¿qué se ha creído?! ¡Véngase para acá de inmediato!”. Son las 8:20 y el general Sepúlveda confirma que la Intendencia de Santiago se encuentra sitiada; él mismo ha hablado con los sitiadores, quienes han desconocido su autoridad. Llega la información de que las antenas de radio están siendo bombardeadas por aviones de guerra. Es un golpe, no hay duda. Hay que insistir con el general Prat. Inubicable. Se levanta del escritorio, mira por la ventana, nota que el cielo se ha ido despejando, que ha comenzado a aclarar. Ve también que se ha ido juntando gente alrededor, que el contingente policial ha ido creciendo. Llegan algunos funcionarios, piden instrucciones. Llegan los rumores de que, al parecer, Letelier se encontraría apresado en el propio Ministerio. A los que le rodean, les habla con determinación: no voy a renunciar. Le avisan que tiene una llamada del embajador Huidobro, desde Buenos Aires, uno de sus grandes amigos. Le comenta la situación: habla de traidores, de fascistas, de la necesidad de un comunicado a la prensa internacional. En la sala contigua, Garcés ha logrado sintonizar radio Minería: se escuchan marchas militares que luego dan paso al himno nacional. Son aproximadamente las 8:30 de la mañana. “¡Atención!” se escucha por la radio y Garcés hace la seña de silencio: “se leerá a continuación la proclama de la Junta Militar de Gobierno”. Son las 8:35. “Teniendo presente, primero…; segundo…”. Es la voz del comandante Roberto Guillard, que transmite la proclama desde el Ministerio de Defensa. “Las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile declaran, primero, que el Señor Presidente de la República debe proceder a la inmediata entrega de su alto cargo a las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile”. El silogismo, la torpeza retórica, inquietan. “Segundo…; tercero…; cuarto…; quinto…; firmado: Augusto Pinochet Ugarte, General de Ejército Comandante en Jefe del Ejército, Toribio Merino Castro, Almirante Comandante en Jefe de la Armada, Gustavo Leigh Guzmán, General del Aire Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea de Chile, y César Mendoza Durán, General Director General de Carabineros de Chile”. Ajeno a la proclama, en el Salón Independencia, el presidente escucha al general Sepúlveda que le habla iracundo: ya no está más al mando de Carabineros, lo han desautorizado. Se afecta, se siente traicionado. Escuchan rechiflas en la calle, gritos. Allende se acerca a la ventana del balcón y la abre. Algunos miembros de la guardia personal le siguen. Son las 8:40 de la mañana y el presidente hace su única aparición desde el palacio. Lo que están allí, abajo, gritan y aplauden, y éste levanta la mano y saluda. Es una mañana fría pero brillante, luminosa, los contornos de las cosas parecieran poseer una claridad aumentada. Le llaman desde el interior, debe entrar, es urgente, los generales se han pronunciado. Garcés le resume el discurso. Es un golpe de estado liderado por una junta de generales, algunos apócrifos. Camina al teléfono negro de Corporación y pide señal. Son las 8:45: “compañeros que me escuchan: la situación es crítica, hacemos frente a un golpe de estado en que participan la mayoría de las Fuerzas Armadas”. El mensaje debe ser claro: “que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera”. En busca de contundencia, pronuncia palabras que ya ha dicho, que ha venido repitiendo con insistencia estas últimas semanas: “No tengo otra alternativa, sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”. En cambio, Ustedes, “compañeros, permanezcan atentos a las informaciones en sus sitios de trabajo, que el compañero presidente no abandonará a su pueblo ni su sitio de trabajo”. Ha llegado a la Moneda el edecán de la Fuerza Aérea y ha solicitado hablar con el presidente, de inmediato. Allende escucha: la comandancia le ha ordenado transmitirle el ofrecimiento de un DC-6 en el aeropuerto de Cerrillos, para él, su familia y cercanos, al destino que desee. El presidente se irrita, pero guarda la forma. Que sepan que sólo muerto le impedirán cumplir con el mandato del pueblo. Los demás que escuchan, guardan silencio. ¿Dónde están esos traidores? Están en el Ministerio de Defensa, apertrechados, a cargo del vicealmirante Patricio Carvajal. Hay que establecer de inmediato una línea de comunicación. Llamen al general Baeza, que el presidente lo conoce bien, que le hablará personalmente. Mientras espera, aparecen algunos ministros, amigos, Hernán del Canto, sus hijas. Habla con todos, se animan. Ha sido complicado ingresar, hay carabineros sitiando el palacio. Hay que pensar rápido: traer suministros de la comandancia, municiones; desplegar protocolos de seguridad. Hay que armarse. Se escucha el rotor de helicópteros que sobrevuelan. Los grupos de seguridad asumen el control del entorno: cerrar las ventanas, asegurar las contras, correr las cortinas. Ante posibles francotiradores, ponerse el casco que le dejó el comandante Araya y no sacárselo más. Baeza al teléfono. El presidente les propone a los generales una reunión en La Moneda para solucionar la crisis. Baeza llevará el mensaje a sus superiores y se comunicará de vuelta, al teléfono verde. Garcés avisa que la radio repite la proclama golpista. La escuchan, se indignan. El presidente pide salir al aire por Corporación, de inmediato. Son aproximadamente las 9:00 de la mañana: “…en ese Bando se insta a renunciar al Presidente de la República. No lo haré. Notifico ante el país la actitud increíble de soldados que faltan a su palabra y su compromiso”. Está de pie, con el puño incrustado en el escritorio. Hago presente mi decisión irrevocable de seguir”; “señalo mi voluntad de resistir con lo que sea, a costa de mi vida, para que quede la lección, que coloque…”. De súbito, se escucha el silbido de un avión de guerra que inunda la habitación; se ofusca: “… que coloque… ante la ignominia y la historia, a los que tienen la fuerza y no la razón”. “En este instante señalo como una actitud digna, que aquí está junto a mí el director titular de Carabineros, General José María Sepúlveda…” Se escucha otro avión aproximarse, vuela rasante sobre el edificio, se estremecen los ventanales, el presidente se agacha. Continúa transmitiendo: “… y que en este instante los aviones pasan sobre La Moneda. Seguramente la van a ametrallar, nosotros estamos serenos y tranquilos. El holocausto nuestro marcará la infamia de los que traicionan la patria y el pueblo”. Esos aviones que han pasado, vienen de bombardear las antenas de radio Corporación. La señal se corta. Toma el teléfono de radio Magallanes y pide señal; intenta continuar. Son las 9:03: “En estos momentos pasan los aviones, es posible que nos acribillen. Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, para señalar que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen”. Deben saber los traidores que la determinación y el coraje son indestructibles. Ustedes, en cambio, compañeros, “tengan fe, la historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen”, “es posible que nos aplasten, pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores”. Y sépanlo bien, “pagaré con mi vida la defensa de los principios que son caros a esta Patria”. “El pueblo debe estar alerta y vigilante, no debe dejarse provocar, ni debe dejarse masacrar”. Estos que atacan, estos traidores, no son sino “las fuerzas reaccionarias, sirvientes del imperialismo” que “ponen atajo al anhelo de un pueblo de conquistar por los cauces legales una vida mejor”. Cuelga. Sabemos que tiene el casco sobre la cabeza, con los broches desatados pendiendo de los extremos, que en el hombro derecho cuelga una AKMS plegable, y que en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta se asoma el borde de un pañuelo de seda azul con puntos escarlatas. Suena el teléfono verde en la sala de edecanes. El presidente contesta, de pie. Se trata del vicealmirante Carvajal. La petición de parlamentar ha sido rechazada. Rendición incondicional. Dispone como garantía de un avión para salir del país, con su familia y allegados, de lo contrario La Moneda será atacada. Por tierra y aire. Allende los insulta, que se han imaginado: “¡hagan lo que quieran chuchesumadres!”, les grita. Cuelga el teléfono con violencia. Vuelve a su despacho, lo siguen sus guardias, sus asesores, sus amigos. Pide a su secretaria que lo comunique con Ravest, que sale al aire por Magallanes, de inmediato. Son la 9:10 de la mañana. Deja el arma sobre la mesa y toma el teléfono cubriendo con la palma el auricular para evitar interferencias. Se agacha y dice, con voz pausada, grave: “compatriotas, es posible que silencien las radios” y “quizás esta sea la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes”. Pronuncia su último discurso. Sabe que se trata del último: tiene que comunicar que ha decidido pelear hasta morir; sabe también que debe ser preciso y claro, que bombardean las antenas, que hay que despedirse. “Ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, “tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. Las palabras que pronuncia ya las conoce, las ha venido repitiendo toda la mañana, han estado dentro de sí por semanas, tal vez por siempre. “En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección. El capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición”. Bajando el tono de la voz: “Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina”, “a la obrera”, “a la madre”, “a los profesionales de la Patria”, “a la juventud”, “al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual”, “a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente…”. “Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes, no importa, la seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes…”. “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo, abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano”, “será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Corta. Los que están junto a él se le han quedado mirando, emocionados, en silencio. Pero no hay silencio: zumban los aviones, rechinan las tanquetas, repican los teléfonos, murmulla nerviosa la gente. Son alrededor de las 9:20. Los edecanes solicitan audiencia con el presidente: que se esperen, hay otras urgencias. El presidente decide iniciar un recorrido por el palacio. Es preciso constatar los lugares idóneos para la defensa, las zonas de protección. Sabemos que en el recorrido lo acompañan, entre otros, su guardia personal, Mauricio, Eduardo, Carlos, Pascual, Aníbal, quique Huerta; va también el General Sepúlveda, que se queda en el camino. En el Patio la Pila se le unirá el capitán de carabinaros José Muñoz; su amigo y médico personal, Danilo Bartulín; también el fotógrafo de la presidencia, el suboficial Leopoldo Vargas. El presidente da instrucciones, se desplaza con seguridad, con esa solemnidad que lo ha caracterizado siempre. Observan francotiradores apostados en las ventanas de los edificios contiguos; a lo lejos, en las calles aledañas, se divisan operaciones blindadas. Se encuentra saliendo con su comitiva del Salón O’Higgins cuando un Hawker Hunter atraviesa el cielo. El trueno retumba entre las paredes. Se sobresalta, empuña el fusil, eleva la frente, mantiene el paso. Son las 9:45 de la mañana. Por la radio, los golpistas han respondido dando lectura a los bandos; el número dos es un ultimátum directo: el palacio de La Moneda deberá ser evacuado antes de las once horas, de lo contrario, será atacado por la Fuerza Aérea de Chile. Suenan cursis, forzados. De vuelta en su despacho, llama a los edecanes. Estos le comunican nuevamente lo del avión en Cerrillos, aunque les preocupa más su situación personal. El presidente los libera de sus funciones administrativas y les ordena abandonar el palacio. Hará lo mismo con el general Sepúlveda, a quien le exige eximir a sus hombres del deber de protegerlo. Se escuchan motores pesados que aceleran, algunas detonaciones a la distancia. El presidente se moviliza al Salón Toesca. Llama al Inspector de Investigaciones Juan Seoane, jefe del cuerpo de detectives encargados de su seguridad. Le pide que comunique a su dotación que han sido liberados y que pueden irse, pues La Moneda será atacada. El inspector decide quedarse, al igual que sus hombres. Se acercan ministros, funcionarios, sus hijas, sus médicos y amigos. A todos les dirá lo mismo: deben abandonar el palacio, no quiere mártires ni héroes. Sólo a él le corresponde responder a esta traición. Todos deciden quedarse. Frunce el ceño, gesticula contrariado. Son las 9:55 de la mañana y el cerco policial se ha disipado; la gente común, los curiosos, han sido evacuados; por las calles avanzan tanquetas, jeeps, soldados. Por calle Teatinos, hacia el río Mapocho, se alcanza a divisar que enfilan tanques de guerra. Son el Regimiento Blindado N° 2 y están a cargo del general Javier Palacios. Buscan flanquear el ala norte del edificio y, desde ahí, disparar calibre pesado. Luego de algunas escaramuzas, unos minutos después de las diez, se inicia la balacera. Ha sido desde la ametralladora de un tanque M-41, que ha girado su torreta en busca de los ventanales. Revientan los cristales, se agitan las cortinas. Las mujeres han sido evacuadas al subterráneo; el resto, se ha parapetado en los pilares de piedra, en los pasillos, bajo los escritorios. Las balas se incrustan en las paredes, en los techos, vuela el estuco. El fuego es intenso, constante, y apenas hay tiempo para responder al ataque. El estruendo ensordecedor los inhibe por un momento, pero se sobreponen. El presidente, junto a sus hombres, buscan posiciones para repeler: hay tramos en que se arrastran por el suelo, luego van en cuclillas. Les disparan a los tanques que buscan perímetros de tiro, que además cubren el avance de unidades terrestres. Sabemos que ha estado tendido cerca de alguna ventana del despacho de la presidencia, disparando ráfagas de su fusil, concentrado en el combate. En el Salón Toesca, cerca de las 10:30, el presidente se reúne nuevamente con sus ministros, con sus amigos y asesores, con sus hijas, con el personal administrativo. Les habla claro: les dice que están solos, que no hay fuerzas leales ni refuerzos en camino; les pide que salgan, que no quiere muertes innecesarias. Todos se niegan. Luego de unos minutos en que alza la voz, deciden negociar una tregua, para evacuar a las mujeres. Pide que lo comuniquen con Baeza. A las 10:40 de la mañana, Carvajal accede a la petición, Pinochet asiente, Leigh se sulfura. Enviarán un jeep a recogerlas. Dan tres minutos. Allende las acompaña hasta donde su seguridad se lo permite, se despide de ellas manteniéndose entero. A sus hijas, ha tenido que obligarlas a salir. También le pide a Garcés que salga, que conserve la memoria de lo que pasa, de lo que ha pasado, de lo que pasará. Después de unos minutos de silencio, se reanudan los disparos, las ráfagas de artillería. Los tanques toman nuevamente posición de ataque. Aceleran y maniobran con agilidad. Luego de unos minutos de intercambio desigual, las escaramuzas de los blindados consiguen el perímetro. Son cerca de las 11:00 de la mañana y los tanques abren fuego. Los cañonazos impactan el frontis, al gran portal que da a calle Moneda. Intentan abrir un forado por donde penetrar. Disparan también a los ventanales, para neutralizar los puntos más activos de la defensa. Uno de los disparos ha entrado por las oficinas que dan al Patio de Invierno. Se ha incendiado la alfombra, las cortinas, algunos muebles, y ha empezado a llenarse de humo las habitaciones contiguas. Algunos intentan sofocar el fuego. Lo logran. Pero a los segundos, otro bombazo estalla en la oficina de la presidencia, sobre un muro interior, y produce una lluvia de brasas. Las cosas arden de nuevo. Suenan los teléfonos, saltan las alarmas. En la radio, un nuevo bando anuncia ley marcial para todo aquel que oponga resistencia. El rigor de la balacera vuelve cada vez más difícil repeler el fuego desde arriba, desde los balcones. Para las maniobras de evasión, se depende casi exclusivamente de algunos francotiradores leales apostados en los edificios circundantes. Ya hay un herido a bala. Son las 11:20 y, en medio del combate, algunos ministros, Clodomiro Almeyda, Carlos Briones, Fernando Flores, Jaime y José Tohá, le solicitan una reunión a puertas cerradas. Intentan convencerlo de propiciar una salida política a la crisis: si esto sigue así, va a terminar en una carnicería. La Fuerza Aérea va a bombardear en cualquier momento. José Tohá mantiene una línea de comunicación con el edecán Sergio Badiola. Habría que pensar, tal vez, a través de él, en establecer condiciones. Pero el presidente no va a renunciar. Que lo sepan: no se rendirá; que ante la grave situación que han desatado, sean los generales los que vengan aquí, a La Moneda, donde atiende El Presidente de la República. Además, no cree en el bombardeo, hace minutos que expiró el ultimátum. Le avisan que llama el coronel Badiola, desde Defensa, y pide hablar con él. Atiende el teléfono de pie, rodeado de sus hombres. Transmite un mensaje del vicealmirante Carvajal. El ofrecimiento se mantiene: el DC-6 en Cerrillos a cambio de la rendición incondicional. Que evacúe el palacio y se presente en Defensa. Allende le grita por el auricular. Que vengan ellos mismos si acaso se atreven, y le cuelga. Son la 11:30 de la mañana: hay que concentrarse en la posibilidad de un asalto. Hay que transportar el armamento a los patios interiores. El presidente da órdenes, vocifera, pronuncia palabras de aliento. Pero Badiola le confirma a Tohá que el ataque aéreo es inminente. El rumor se propaga con velocidad por el palacio. Tohá insiste en negociar, pero el mensaje es categórico: La Moneda será atacada en cualquier momento. Frente a la urgencia, intentan convencer al presidente de que abandone La Moneda, por los estacionamientos, hacia Obras Públicas. Ya hay compañeros organizando la retirada. Él se niega, el fuego cesa, los tanques se retiran. Se ha instalado un silencio denso; cunde también un nerviosismo que ha automatizado los movimientos. Buscan refugio, se imparten recomendaciones, se organizan algunas máscaras antigás, van hacia las habitaciones de los subterráneos, hacia los muros laterales. Cinco, diez, quince minutos allí, esperando. Los que fuman, la inmensa mayoría, fuman un cigarrillo tras otro. Sentado en el pasillo que da a la cocina, al presidente le ha dado hambre. No ha desayunado y pide un sándwich. A las 11:50 de la mañana se escucha que pica un Hawker Hunter atravesando el cielo. Produce un estruendo y, por un instante, los allí sitiados, piensan en bombas que caen. Pero no caen. Los aviones buscan trazar un eje de tiro, cargan cohetes Sura antiblindaje. A las 11:52 estallan los primeros proyectiles en el frontis norte de La Moneda. Desde la puerta principal emerge una inmensa bola de humo que devora la cresta del edificio. Otros, impactan las oficinas de la presidencia, haciendo volar trozos de concreto. En el interior, las detonaciones parecieran ocurrirles a los cuerpos mismos. Se abrazan, sienten el fin. Seis segundos después, un segundo avión dispara. Los rockets estallan en los techos del Patio de Invierno. Comienza a arder el piso superior, se derrumban las cornisas. Los aviones se alejan. Muy lentamente, el presidente y su gente comienzan a levantar la cabeza, a abrir los ojos, a sacudirse la conmoción. Los más osados se asoman a los pasillos. Todo está envuelto de un humo blanco. Suenan los citófonos, se oyen gritos de ánimo. Tres o cuatro minutos después, se escuchan nuevamente a los aviones venir. Bajan en picada desde el norte, desde la Estación Mapocho. Disparan por segunda vez. Los proyectiles se incrustan en los techos del gabinete presidencial, estallan mientras atraviesan el piso. Una lengua de fuego se abre paso por los objetos que están en los salones, incinerándolos. Todos los allí presentes, sin excepción, viven la experiencia de la fragilidad humana ante la fuerza de las explosiones que buscan acabarlos. Minutos después, pasan de nuevo. Disparan. Y de nuevo. Y de nuevo. Luego vuelan rasantes acribillando con artillería el edificio. Son las 12:15 del día, la bandera nacional izada sobre el frontis del palacio, literalmente, flamea. El ataque del grupo 7 de la Fuerza Aérea concluye. Ha quedado un zumbido vibrando en el ambiente. Hay confusión, nerviosismo en los primeros movimientos que empiezan a ejecutarse. El presidente ordena averiguar el estado de salud de todos. Usan los interfonos, pero no todos funcionan. Gritan en medio del siniestro. El grupo de defensa y el presidente se organizan e intentan tomar posiciones ante un eventual asalto, pero el humo que emerge a borbotones de las oficinas superiores dificulta la labor. Aun así, desde ciertas posiciones, logran divisar el exterior. Osvaldo Puccio, secretario del presidente, y el ministro Flores tratan de comunicarse con Defensa para intentar reestablecer negociaciones, pero ninguno de los teléfonos que encuentran a su paso da tono. Allende les pide que intenten ir personalmente a hablar con Carvajal; la idea es que salga una comitiva a negociar, que intenten con Baeza, pero que lo sepan, el presidente constitucional no se va a rendir. Se instalan bajo una mesa de madera maciza. Son las 12:30 y los tanques que se habían retirado del perímetro de ataque comienzan a retomar posiciones. Desde Obras Públicas, desde El Banco del Estado, fuerzas leales repelen a metralla las maniobras de los blindados. Desde el palacio, también disparan. Se reinicia el fuego cruzado. Antes de cualquier parlamento, Carvajal insiste en el alto al fuego inmediato de los francotiradores que están impidiendo el avance de los bólidos. Los ministros exigen garantías. Son las 12:50 y al general Palacio se le ordena avanzar con una unidad blindada y tomar La Moneda, a la brevedad. Son repelidos. Los escoltas y policías civiles mantienen, con coraje, sus puestos de defensa. La unidad militar ha tenido que atrincherarse en la Intendencia. El presidente se da cuenta de que, para combatir en el segundo nivel, hay que usar la máscara antigás. Pero si usa la máscara debe sacarse los anteojos, y si se los saca no ve nada. Se siente impotente. Cerca de la una de la tarde el fuego contra el palacio es intenso, también el incendio que ha dejado el bombardeo. Las llamas ya han alcanzado los techos y avanzan indiscriminadas. En la calle, los soldados que han podido llegar a los muros, disparan hacia el interior bombas lacrimógenas. El humo, el fuego, los disparos de artillería, vuelven cada vez más improbable mantener la resistencia. Piden un alto al fuego. Bajo la mesa, le comunican a Carvajal que van saliendo el ministro Flores, el subsecretario Vergara, Puccio y su hijo, un muchacho. Agitarán banderas blancas. Van al ministerio a negociar, de parte del presidente. El Salón Carrera comienza a incendiarse, y la vitrina que guarnece el Acta de Independencia de Chile está destruida. Alguien toma el documento y se lo pasa al presidente, quien lo enrolla y lo guarda consigo. A las 13:30 los soldados ya han podido asomarse a las inmediaciones e intentar lanzar lacrimógenas y algunos tiros al interior. Al ver el fin, Olivares, que había estado junto al presidente desde la noche anterior, se dispara en la sien con su metralleta. Ha agonizado unos segundos en las piernas del doctor Jirón. Todos quedan profundamente afectados. Cuando el presidente lo ve, allí, tirado, se quiebra. Pide un minuto de silencio, por el amigo. Sabe que el perro ha cumplido un pacto. Le cuesta reanudar los movimientos, aunque la claridad en torno a las circunstancias es absoluta. Llamen a Carvajal, que qué pasó con Flores. Desde Defensa se desentienden. La situación es la siguiente: una patrulla de soldados va a ingresar en cualquier momento al palacio, no deben ser resistidos. Las personas en su interior serán detenidas y, acto seguido, serán llevadas al Ministerio de Defensa en calidad de prisioneros. A las 13:40 algunos escoltas han salido de sus parapetos y han comenzado a dispersarse a través de los pasillos del segundo piso. Resistirán la incursión. Cuentan aún con la traza de una .30 apostada en el tercer piso del edificio de Obras Públicas. Pero hay otros que están exhaustos, ahogados. El primer piso se inunda, el incendio arrecia, la balacera continúa, el humo los confunde. Comienzan las escaramuzas con los soldados que intentan ingresar a la planta baja. Faltando algo para las dos, el presidente reúne a la gran mayoría de funcionarios en un pasillo del segundo nivel y les comunica que todo ha terminado, que van a salir. Solicita que pidan un alto al fuego. Y aunque, hasta entonces hayan sido descargadas sobre La Moneda algo así como 60.000 balas de artillería, 36 cohetes Sura P3, 200 proyectiles de 30 milímetros, 76 cañonazos, 20 tiros de bazuca y mortero, y casi 40 bombas lacrimógenas, aun así, el vicealmirante Carvajal se lo piensa. Espera a que la patrulla del general Palacios haya flanqueado la entrada de calle Morandé para acceder a la petición. Da 10 minutos. A gritos, los sitiados organizan la salida. Irán en filas, bajando por las escaleras. Los que salgan, deben hacerlo sin armas, y los que queden adelante, empuñar un delantal blanco como bandera. El presidente solicita que sea la payita la que vaya primero, la única mujer que queda allí. Después recorre hacia atrás la fila, como inspeccionándola. Le entrega a Eduardo Paredes el pergamino enrollado de la Independencia y le pide que se adelante, que se lo pase a la payita. Luego se devuelve; con naturalidad sube los escalones y enfila por el pasillo superior. Algunos dirán que se reunió con sus cercanos, Huerta, Jirón, Poupin, Ruiz, Guijón, que se despidió de ellos, que entró al Salón Independencia solo mientras éstos escoltaban la puerta. Otros que, dando a entender que sería el último de la fila, aún con el casco y el fusil sobre el hombro, dando indicaciones, despidiéndose, se habría deslizado hacia la habitación. Algunos le escucharon gritar: “¡Allende no se rinde mierda!”. Perdura como secuencia final, sin embargo, el que entra al Salón, se saca el casco e, inclinándose en un sofá Dagoberto rojo, pone el cañón del fusil bajo su mentón y se dispara. El presidente Allende muere. Por la puerta de calle Morandé salen, con las manos en la nuca, los ocupantes de La Moneda. A las 14:15 comenzarán a ingresar los soldados del general Palacios, quien luego cruzará desde la Intendencia a consumar el cumplimiento administrativo de la toma: “misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”, habría comunicado por radio frente al cuerpo del presidente. El vicealmirante Carvajal se comunica con los generales desde el Ministerio de Defensa. Les habla en inglés, “por la posibilidad de interferencia”: “They said that Allende committed suicide and is dead now’. Díganme si entienden”. Pinochet: “Entendido”. Leigh: “Entendido perfectamente”. Son las 14:38 del 11 de septiembre de 1973.

Felipe Victoriano*

Ciudad de México, septiembre 2019

* Profesor investigador del departamento de Ciencias de la Comunicación, UAM-Cuajimalpa.

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