Hace 31 años sucedió una de las tragedias más dolorosas para las y los habitantes de Guadalajara, Jalisco: las explosiones del 22 de abril de 1992.
Las negligencias en la construcción de la Línea 2 del Tren Ligero y el nulo caso a las advertencias sobre el intenso olor a gas y gasolina en el Sector Reforma provocó que, alrededor de ocho kilómetros, explotaran por la acumulación de gases generando la destrucción de casas y comercios.
Oficialmente se reconoce la muerte de 210 personas; sin embargo, los que ahí estuvieron no creen en lo dicho por las autoridades. Esta es una crónica de quienes estuvieron ahí rescatando víctimas y sobrevivientes, pero sobre todo es una historia para recordar a aquellas y aquellos que jamás debieron irse.
Por Frida Valeria Cruz Valdivia/ @fridavaldivia_ / @ZonaDocs
Fotos: José Hernández-Claire / http://www.josehernandezclaire.com/22-de-abril/
“Salimos a la calle y sólo avanzamos una cuadra, y ni una porque conforme íbamos avanzando la tierra que se elevó era tanta que no se veía nada, era como si fuera neblina”, Elba levantó su brazo para simular la cantidad de polvo que le robó la vista esa mañana. “Tratabas de avanzar y ya no veías ni siquiera a un metro de ti.”
Ella trabajaba en una fábrica de ropa ubicada entre las calles Analco y Cuitláhuac, a cuadra y media de la explosión.
“Ya nos habían dicho que a lo mejor no íbamos a presentarnos a trabajar porque decían que había riesgo, igual nos presentamos. De un de repente como a la hora de que entré comenzó a sentirse como se sacudía la tierra y se escuchó un tronido en seco, cuando volteamos al cielo ya estaba una cortina de pura tierra.”
Eran aproximadamente las 10 con 5 minutos en del 22 de abril de 1992 en Guadalajara, Jalisco; ese día sucedieron diversas explosiones que serían inolvidables para muchos. La tragedia recién comenzaba.
“Luego veías a la gente salir de esa neblina corriendo, desubicada, sin rumbo, diciendo que se habían caído las casas, era tanta la tierra que ni siquiera veías el cielo”, contaba Elba Cruz.
En 1991, el Gobierno del Estado de Jalisco y en el aquel entonces secretario de Desarrollo Urbano y Rural, Enrique Dau Flores, había sido advertido de los riesgos de mover los colectores de la Calzada Independencia para permitir, por medio de sifones, la apertura del cajón por donde pasaría de manera subterránea, la Línea 2 del Tren Eléctrico Urbano.
La obra arrancó en enero, y al taparse el colector intermedio-oriente en la calle de Obregón para hacer la construcción del sifón, la gasolina que provenía de la planta de La Nogalera, de Pemex, se acumuló provocando la explosión que volaría ocho kilómetros de calles, destruyendo: 1,142 hogares, 450 comercios, un centenar de escuelas y 600 vehículos según información publicada en el diario Milenio.
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“Venía de la escuela, un amigo me dio ride a la casa y cuando llegué mi mamá estaba muy preocupada por Elba que porque había escuchado que hubo explosiones allá por donde trabajaba, entonces, fui para ver que todo estuviera bien con ella”, empezaba a relatar Antonio Cruz, el hermano tres años mayor de Elba, ambos de piel morena, cabello negro y ondulado.
Sin ponerse de acuerdo, cada uno relataba la anécdota de cómo fue enfrentar un suceso que tardaron meses en poder superar.
El centro de comando de la Cruz Roja armaba cuadrillas de 20 o 25 personas y entraban a lo que antes era un hogar para buscar a personas que eran la madre, esposo, hijo o hermana de alguien más.
Eran todos desconocidos, pero con las manos dispuestas para rescatar a personas que no estaban listas para irse, que estaban viviendo su mañana en casa como cualquiera, ¿Haciendo qué? ¿Quién sabe? era miércoles y Antonio había tenido clase de física antes de saber que le salvaría la vida a tres personas.
Le asignaron la calle Gante, la misma en la que ahora hay dos murales que recuerdan esa historia sucedida hace 28 años, la cual pudo haber sido evitada. Ambos memoriales tienen la frase: “22 de abril, No se olvida”; además de colores morado, azul y amarillo; algunas flores los adornan y en uno de ellos está pintado el rostro de un adulto mayor que pareciera ser parte de los que se fueron sin decir adiós.
“La primera casa que yo entré nos tardamos como dos horas en escombrar y encontramos dos personas ya grandes, muertas, dos señoras, y cuando encontrabas un cuerpo le hablabas a los socorristas porque se supone que nosotros no sabíamos de primeros auxilios, simplemente éramos voluntarios, entonces cuando encontrabas uno, levantabas la mano y gritabas: ¡cuerpo!”,
Exclamaban la voz y ojos de Toño al narrar cómo fue para él el hecho de lo que era descubrir a la muerte:
“Y ya ellos entraban a ver el estatus del cuerpo y veían si tenían signos vitales, y ya sino: ¡cadáver! Entonces pasaban una sábana, lo envolvíamos y lo cargábamos entre todos hasta afuera a las camillas para que se lo llevaran.”
Con sólo unos guantes y una inyección contra el tétanos, el penúltimo de ocho hermanos estuvo como voluntario seis horas.
En ese tiempo recorrió sólo tres cuadras y lo llevaron a la central vieja donde le dieron una bata y un cubre bocas para apilar cuerpos en todo el piso que llegaban de las camionetas: “como si fuera carnicería” lamentaba, para luego seccionarlos por hombres, mujeres o niños.
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Ocho días antes de la explosión, los técnicos de Petróleos Mexicanos empezaron a detectar en sus manómetros una descompresión en el fluido de gasolina a través del poliducto sur, proveniente de la refinería de Salamanca.
Fue la primera señal de una fuga de grandes proporciones, y cinco días más tarde, el domingo 19 de abril de 1992, era ya perceptible en casi todo el sector Reforma y en varias colonias del oriente y el sureste de la ciudad un olor a gas que emanaba de las alcantarillas callejeras.
El martes 21 del mismo mes, la alarma se había generalizado y los habitantes del sector denunciaban a través de las radiodifusoras locales e, igualmente, al otro día en algunos diarios, la presencia del raro e inquietante olor que ahora salía también de los caños y las coladeras domésticas; pero ninguna autoridad tomó una decisión al respecto.
“En una casa encontramos un niño vivo, debajo de un escritorio en los escombros. Si estábamos escarbando y se escuchaba algo, era el famoso grito de ¡ey silencio! Todos se callaban para escuchar el ruido, y cuando pasaba eso todos dejaban las casas y se iban al lugar para que entre todos sacáramos los escombros. Se metieron al hoyo y ya gritaron ¡está vivo está vivo!”,
y Antonio lanzaba los brazos como los socorristas al ver la presencia de una persona muriéndose por vivir.
“Saber que al menos podías encontrar personas vivas te hacía llenarte de paz y de motivación. El hecho de sacar a alguien vivo era gritar, era llorar, era reír, era aplaudir”, recordaba.
210 muertos es la cifra oficial del Patronato de Reconstrucción del Sector Reforma y del expediente de la PGR que se presentó en diciembre de 1992.
“¡Mentiras! te puedo decir que en promedio en una cuadra fácil sacábamos más de 80 muertos, era impresionante la cantidad de cuerpos que había, eso sin contar los que había en las calles, porque había camionetas y carros destrozados”, respondía Toño molesto moviendo la cabeza negando la supuesta cifra.
Tardaron cuatro días en escombrar las 20 manzanas en las que ya no había más que pedazos de paredes y calles que vieron pasar los días de los que ahora era un número desconocido de seres humanos que irremediablemente ya no estaban.
Antonio concluía:
“El rictus de los muertos, el hecho de que encontraras a alguien ahí haciendo algo y le vieras la cara como de sufrimiento, o por ejemplo no sé si has visto la cara de un muerto en la funeraria, la tienen como en paz, ellos no, ellos tenían cara como de que lucharon, como de agonía, de susto, así la cara de todos.”
El trabajo fotográfico con alto valor histórico de José Hernández-Claire puedes ser visto en el sitio: