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Confrontación presidencial

Por Max González Reyes

El resultado de la elección de 2018 dio al actual presidente una legitimidad nunca antes vista en la historia de México. Más del cincuenta por ciento de los que fueron a votar en la elección de ese año lo hicieron por Andrés Manuel López Obrador. Fue por ello que los otros candidatos a la presidencia no tuvieron argumentos para cuestionar esa elección, y pasadas unas horas del cierre de las casillas, cuando empezaron a salir los conteos rápidos, acataron los resultados sin objeción. Cabe mencionar que en las elecciones anteriores cuando también el candidato López Obrador había participado (en 2006 y 2012) no aceptó los resultados. Aun hoy se recuerda la polémica elección de 2006 cuando hubo un conflicto post electoral derivado de lo cerrado de la elección de aquel año que llevó a cerrar un tramo de la avenida Reforma.

Desde aquella elección de 2006 ya se vislumbraba el desprecio a las instituciones del ahora presidente. Como se recordará, por aquellas fechas, el candidato perdedor expresó una de sus frases más famosas: “al diablo las instituciones”. En aquel entonces se pensaba que se refería al Instituto Federal Electoral (IFE) antecesor del actual Instituto Nacional Electoral (INE). Sin embargo, poco menos de 18 años después de ese acontecimiento comprobamos que el entonces candidato y hoy presidente no se refería sólo al órgano electoral, sino a todas las instituciones en general.

Una vez que Andrés Manuel López Obrador fue investido como presidente empezó a dar todos los días sus conferencias mañaneras. En ellas habla de todo cuanto ocurre en el ámbito nacional e internacional. En sus mañaneras da conciertos, firma decretos, da recomendaciones –que se asumen como órdenes-, descalifica a periodistas y académicos, exhibe, ordena, manda, y un muy largo etcétera.

Derivado de todo lo que constantemente descalifica el presidente en esas mañaneras, pareciera que al mandatario le estorba la Constitución. Para él si las leyes no “son a favor del pueblo” estorban, no sirven y hay que quitarlas. Para el mandatario todo lo que no es acorde a su visión es contrario a la nación. Incluso se ha ido en contra de personas y organizaciones que en algún momento de su trayectoria política lo apoyaron. Basta mencionar que no le gusta que le recuerden que formó parte del PRI, que fue dos veces candidato presidencial del PRD y que daba entrevistas exclusivas a algunos periodistas, que hoy lo han criticado.

La animadversión a las leyes del presidente se ve reflejado en sus más recientes ataques a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), complementada con su iniciativa para que los ministros sean electos por los ciudadanos.

El presidente pretende que los integrantes de la SCJN sean electos por voto popular porque “el pueblo es el que manda”. La realidad es que ese argumento es un pretexto para poner a ministros a su modo. En una de sus tantas mañaneras dijo que la ministra Margarita Ríos Farjat, quien en 2018 formó parte del equipo de transición, lo traicionó porque no ha votado a favor de sus proyectos, como la Ley de la Industria Eléctrica. Otro de los que a lo traicionó es el ministro Juan Luis González Alcántara, a quien el gobierno de López Obrador impulsó para llegar a la SCJN en sustitución del ministro José Ramón Cossío. González Alcántara propuso declarar como inconstitucional la reforma que aprobó el Congreso de la Unión para transferir la Guardia Nacional al Ejército. El presidente ha dicho que son unos traidores.

Con ese mismo argumento, el presidente felicitó al gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García por haber participado una manifestación en contra de los ministros de la SCJN; asimismo, apoyó a quienes pusieron un plantón afuera de la sede del máximo tribunal constitucional “porque quieren justicia y los jueces magistrados ministros protegen a los potentados, porque no es un poder dedicado a hacer justicia sino a servir los intereses de una minoría”.

Estas actitudes y declaraciones del presidente son inéditas en el sentido de que el portador de un poder legalmente constituido ofenda e insulte a los integrantes de otro poder, además de promover la violencia y el encono.

El presidente y los legisladores de Morena presumen cada vez que pueden que ganaron con una suma de votos nunca antes vista. Ese argumento no se puede cuestionar ni poner en duda. Sin embargo, esa legitimidad que la ciudadanía les dio en las urnas en absoluto les da el derecho para pasar por encima de la Constitución y de las leyes. Como se recordará, el primer acto que hace el presidente al tomar el cargo es jurar “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanan”, y los legisladores hacen su equivalente al tomar protesta del cargo. Pues bien, con sus constantes ataques, al presidente y sus congresistas se le olvida ese acto.

Ya hemos visto que si el presidente manda una iniciativa y si esta no se aprueba en alguna de las cámaras del Congreso, descalifica a los que votaron en contra, los exhibe uno por uno, y lo mismo hace con los que él llama sus adversarios. Además, si sus proyectos no se aprueban, publica un decreto imponiendo su voluntad. Pero si es aprobada por sus legisladores, los felicita, les aplaude y se reúne con ellos porque ellos “sí representan al pueblo”.

A casi cumplir cinco años de su sexenio, el presidente ha perdido la sorpresa que lo caracterizó al principio de su gobierno. Si durante el primer o segundo año lo que decía en sus mañaneras era motivo de asombro en los medios de comunicación y en general en toda la sociedad, hoy ya no impacta que hable en contra de todo y todos. Su discurso está desgastado y es predecible: “no somos iguales, no nos confundan, eso fue en el periodo neoliberal, ahora todo es distinto, nos atacan nuestros adversarios”, etc., son frases repetidas hasta el cansancio en sus conferencias. La constante exposición ante los medios ha provocado el desgaste de su discurso de tal manera que ya no sorprende.

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