Por Max González Reyes
Una vez que se despejó la interrogante de la elección del Estado de México, todas las miradas están en la elección federal de 2024 en la que se renovarán prácticamente todos los cargos: la presidencia de la República, diputados, senadores, algunos congresos locales e infinidad de presidencias municipales. Es por ello que desde ahora partidos y candidatos enfilan sus baterías a esa elección.
Lo singular del proceso que viviremos de aquí a junio de 2024 es que no inició desde los partidos políticos o de la autoridad electoral, sino que el arranque se dio desde la presidencia de la República. En estricto sentido el proceso sucesorio aun no inicia, pero en la práctica es un hecho que ya está en marcha pues el presidente Andrés Manuel López Obrador permitió que dentro y fuera de su gabinete se empezaran a mencionar posibles candidatos a sucederlo. Incluso él mismo los llamó corcholatas.
Las corcholatas del presidente no son otra cosa que lo que en el antiguo régimen se llamaba el tapado, es decir, el candidato que el presidente designaba a través del partido. Para la contienda actual, será lo mismo: el presidente decidirá, por más que se ufane en decir lo contrario. Desde luego, las corcholatas se presentan como continuadores de la Cuarta Transformación (4T), proyecto encabezado por el actual mandatario. Puede ser que haya diferencias entre ellos y que entre uno y otro se critiquen, pero la generalidad de sus argumentos es que continuarán los programas de López Obrador. Para ellos, una vez que haya terminado el presente sexenio empezará el periodo de la consolidación de la 4T.
El proceso sucesorio en México siempre ha sido una constante preocupación. Desde principios del siglo XX representó una pugna al interior del grupo gobernante. Como se recordará, una vez que la edad del general Porfirio Díaz era avanzada y había que reemplazarlo, se configuraron dos corrientes en el gabinete: los reyistas, que apoyaban al General Bernardo Reyes; y los científicos, encabezados el su secretario de Hacienda, José Ives Limantur. Esa pugna fue matizada por el movimiento que hoy conocemos como Revolución Mexicana.
Fue precisamente de ese movimiento revolucionario del que surgió una forma más civilizada de trasladar el poder. En efecto, después de los miles de muertos y años de guerra, hacia finales de la década de los veinte del siglo pasado, se estableció un partido gobernante el cual institucionalizó un mecanismo que permitiera evitar constantes conflictos cada que llegaba la entrega de la estafeta presidencial: la disciplina partidista y la lealtad al presidente en turno. Así, de una baraja de opciones, el ejecutivo podía designar al candidato del partido y a su vez al próximo presidente. Con ello, todo el empresariado político se sometía a las reglas de lealtad y disciplina; a su vez, el que no las aceptaba estaba fuera y condenado al olvido político en el mejor de los casos. Con ello se establecieron una serie de reglas no escritas dentro del sistema político pero que todos acataban.
Con este contexto de fondo, el presidente López Obrador no quiere ser un Jefe Máximo estilo Plutarco Elías Calles, pero sí dejar un sucesor en el cargo que hoy ostenta. Con ello, asegura su protección y promueve una sucesión sin rupturas, o por lo menos que no se presenten fracturas graves. Sus corcholatas podrán disputarse entre ellas, pero le rinden honor al caudillo que les permitió promoverse y presentarse en la contienda.
Es muy probable que para ello el presidente se haya reunido la noche del pasado 5 de junio con las corcholatas presidenciables y algunos gobernadores de Morena en un restaurante del Centro Histórico de la Ciudad de México. Esa reunión sirvió para dar un mensaje de unidad, pero más allá de eso, definir la ruta que seguirá el proceso interno de Morena de cara a la elección de 2024. Después de ese cónclave, las corcholatas empezaron a presentar la renuncia a sus respectivos cargos, y comenzaron una serie de giras por el país para buscar la designación del Coordinador de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación.
Es interesante que para no violar la ley, pero sí adelantarse, la dirigencia de Morena estableció el calendario de selección de su abanderado presidencial; sin embargo, como legalmente no ha iniciado el proceso electoral, el ganador de la contienda interna (es decir, de la encuesta) no será formalmente el candidato a la presidencia sino el Coordinador de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación, figura inexistente que se asemeja a la pasarela de candidatos de los tiempos del régimen del PRI. En realidad, es una manera de torcer la ley para ganarle a la oposición los espacios y la difusión del que será el candidato a la presidencia. Aunado a ello, la nueva integración de la autoridad electoral, el INE, se hace como si no pasara nada y no amonesta a las corcholatas por andar haciendo campaña.
Lo que refleja este relevo presidencial anticipado es que en el fondo no ha cambiado nada respecto del viejo régimen, cuando cada actor representaba la parte que le correspondía dentro de la ficción política. Antes, como ahora, se sabía de antemano quién era el designado por el dedo presidencial. Sin embargo, había que hacer que todo se cumplía conforme la ley y el designado era propuesto por las masas, sólo que ahora será a través de una encuesta. Para ello, había que hacer recorridos y pancartas mostrando el apoyo popular, pero el dedo del gran elector estaba dado. Así era antes y no ha cambiado mucho.
Morena y sus aliados quieren hacernos creer que las cosas son distintas porque “no somos iguales”, pero al compararlos se asemejan mucho a los que dicen combatir.