Por Redacción/@Somoselmedio
Uno de los deportistas que le dieron prestigio al atletismo mexicano ante los ojos del mundo, fue Ernesto Canto Gudiño, un imparable marchista, que en la prueba de los 20 kilómetros tocó el cielo con una colección de oros en el denominado “ciclo olímpico”, el cual consolidó en lo más alto del podio en los Juegos de Los Ángeles 1984, hazaña que a la fecha nadie ha podido alcanzar; hoy, pierde la vida a sus 61 años, pero su gloriosa carrera lo hace eterno.
Junto a Raúl González, fueron pilares de la época de oro de la marcha mexicana, reyes que pisaban terrenos nunca antes conquistados; Canto subió al podio en aquellos Juegos Olímpicos donde hizo retumbar un Memorial Coliseum de Los Ángeles, con 80 mil espectadores, inmueble que albergaba esta justa por segunda ocasión después de la edición de 1932, pero como fiel escudero, González llegó detrás para cerrar con la plata y aunque después logró oro en los 50 kilómetros, ese 1-2 infló el pecho de todos los mexicanos.
Esta hazaña no fue por casualidad, pues la perfección en cada pisada de Ernesto Canto, la trabajó desde finales de los años 70, pero la década ochentera lo recibió con el Premio Nacional del Deporte en 1981, luego de brillar en algunas giras por Europa, como el oro en la Copa del Mundo de Valencia, España, donde dejó advertencia de que en México estaba por llegar una dominante generación.
En 1982 se llevó la medalla de oro de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, realizados en la Habana, Cuba, donde mostró coraje y determinación. Posteriormente, repitió la fórmula para el primer Campeonato Mundial de Atletismo, en 1983, que se llevó a cabo en Helsinki, Finlandia, donde paró el cronómetro en 1:20:49, tiempo que lo pintó de dorado y fue el momento en que pisó el olimpo del atletismo, pero Canto fue por mucho más.
Tras este valioso campeonato, Canto, nacido en la Ciudad de México, recibió el Trofeo de la Hispanidad y por si fuera poco la Federación de Atletismo Amateur (IAAF), lo nombró el “Mejor Andarín del Mundo”, distinción que quiso revalidar en la justa más importante del deporte amateur, los Juegos Olímpicos, pero ese mismo año, los Juegos Panamericanos de Caracas, Venezuela, lo esperaban como campeón mundial y cerró con otro oro.
El año más importante para Ernesto Canto, fue en 1984, pues antes de acudir a la cita olímpica impuso marca mundial de la hora en el Grand Prix de Softland, en Bergen, Noruega y posteriormente rompió el récord en la prueba de los 20 kilómetros con un tiempo de 1:18:38.
Llegaron los Juegos Olímpicos y toda esa superioridad quedó plasmada en aquella estampa del 3 de agosto de 1984, con un calor de 38 grados en el ambiente, donde con piernas tambaleantes, lágrimas en los ojos y una sonrisa que rompía un rostro de agotamiento, Canto festejaba su oro con un sombrero de charro a lado de Raúl González y del italiano Mauricio Damilano; por primera vez dos banderas mexicanas ondeaban en una premiación olímpica.
Detrás de estas máquinas, de estos hombres que “volaban” en la caminata, se encontraba un polaco, se trata de Jersy Hausleber, que forjó a marchistas mexicanos desde 1966 con rumbo a los Juegos Olímpicos de 1968; en total, el también considerado como “Padre de la Caminata Mexicana”, dio al país nueve medallas olímpicas: tres oros, cuatro platas y tres bronces. Una de esas preseas, fue de Ernesto Canto, aquel metal dorado que lo llevó a la gloria del olimpismo y que tal como declarara en alguna ocasión: con poco más de 40 mil kilómetros recorridos como parte de su preparación, el andarín prácticamente le dio la vuelta al planeta tierra.
Canto tuvo de referencia a José Pedraza, otro de los gloriosos marchistas nacionales, que fue su referente luego de verlo ganar la plata en México 68, pero nadie imaginaba que aquel menudito andarín, que a los 13 años de edad logró su primer campeonato nacional, está hoy grabado con oro en las páginas de la historia del deporte de nuestro país.