Por Cuautle Mendoza / @PeriodismoUACMT
Los suicidas del fin del mundo me hizo volver a mi infancia, cuando en mi colonia los vecinos, amigos, compañeros de escuela, comenzaron a quitarse la vida. Yo era un niño, y la muerte rondaba la secundaria donde mis hermanos estudiaban; vigilaba las calles donde jugábamos futbol en el suelo de tierra; andaba en todas partes, siempre cerca, dirigiendo su dedo hacia el nuevo elegido. Las caras de la gente lo decían todo, no había palabras para el temor, más que un gesto de consternación y llanto.
Recuerdo los velorios, los rezos, los cortejos fúnebres, las risas de los adolescentes censuradas por las madres. Era una colonia que tendría unos años de comenzar y la gente era entonces la familia, en ese rincón de Ciudad Neza, que te ayudaba, que consolaba, a la que le dolía ver a sus hijos y vecinos sucumbir en un acto terrorífico de tan inexplicable. Cuando regresaba de los rezos, mi madre nos abrazaba con un llanto desconsolado que terminaba con regaños y amenazas para que no hiciéramos lo mismo. Yo era un niño, y en la escuela no se hablaba de nada, teníamos miedo siquiera de mencionarlo.
Sandra Banegas, Luis Montiel, Carolina González, Elizabeth Godoy, César López… son los nombres, reales o ficticios, de los primeros suicidas que retrata Leila Guerriero en Los suicidas del fin del mundo. Son los nombres de jóvenes, no mayores de 30 años, que pudieron ser parte de un mundo que los obligaría, tarde o temprano, a huir de Las Heras, o a quedarse a languidecer en la lejana Patagonia argentina.
Hay una tristeza que envuelve el relato de Guerriero, una sequedad que está presente en las ventoleras, en el abandono de los habitantes. Todo parece gris y sepia, una realidad desgastada, explotada una y otra vez; como si las empresas petroleras y toda la euforia por la riqueza hubieran saqueado la región hasta el hartazgo. Más bien, hasta secar cualquier esperanza que pudiera haber nacido.
En las propias palabras de Guerriero:
Es un sistema jodido que te deja expuesto, sin posibilidad de sostén. Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. Las personas que viven en un lugar como Las Heras están desprovistas de sentido. No hay un sentido de pertenencia. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista atrás de la puerta para irse.
Los retratos son sombríos, los entrevistados, fruta seca. Aunque hay risas, miradas con luz cándida, el dolor por la pérdida de una persona querida se siente. Guerriero logra transmitir, por encima de su propia experiencia, las lágrimas que quedan a quienes recuerdan la ola de suicidios de fin de siglo. Son ellos, los familiares, amigos, vecinos, quienes nos hacen ver el drama que no aparece en los periódicos ni en las noticias, por suceder en un pueblo casi olvidado. Casi, porque mientras haya quien cuente sus historias, estarán presentes.
La crónica de Leila Guerriero hace justicia a una población que siguió viviendo los estragos de la muerte luego de documentar el dolor y el desconsuelo. El texto busca, casi a sabiendas de no conseguirlo, entender las razones de los suicidas. Fuera una secta, un juego macabro o cualquier otra cosa, la depresión, el abandono, la tristeza, la desolación están ahí como el paisaje del fin del mundo en el que se nace para morir, al que se llega para morir, del que no se sale sino con los pies por delante.
Los suicidas del fin del mundo deja de ser local cuando volteamos a ver nuestra realidad y nos damos cuenta de que el suicidio es un problema de salud pública que ha crecido desde hace algunos años. No es Argentina el único país con el problema desbordado. México tiene también cifras muy altas, de acuerdo con el Inegi, que dan cuenta de una situación agravada tras la pandemia de 2020. Y si el suicidio entre los jóvenes es preocupante, no lo es menos entre la población adulta y mayor de cincuenta años.
El caso de los hikikomoris, jóvenes en su mayoría que se aíslan de la sociedad, como una forma del suicidio, ha traspasado las fronteras de Japón para instalarse en países europeos y latinoamericanos.
Cuando mi madre nos regañaba a mis hermanos y a mí, podíamos sentir el amor y el temor que había en sus palabras, la necesidad de la vida. Que la crónica de Guerriero hable de suicidios en un final del mundo hace que volvamos a hablar de la necesidad de amor que nuestra sociedad tiene en medio de un peligroso fin de los tiempos, cuando Occidente protege el genocidio de Israel contra Palestina y provoca a Rusia a lanzar el primer misil de los últimos días. Un suicidio carente de sentido que afortunadamente podemos evitar.
Esta pieza fue producida en el Taller de Periodismo UACM/SLTZ / @PeriodismoUACMT