Por Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
Los días 25 y 26 de abril, en el marco de la 66° sesión del Comité contra la Tortura (CAT) de la ONU, una delegación del nuevo gobierno mexicano acudió a Ginebra Suiza, para rendir cuentas sobre el nivel de cumplimiento que ha tenido con los compromisos internacionales asumidos dentro de la Convención de la ONU contra la tortura y otros tratos y penas, crueles, inhumanos y/o degradantes. En estas sesiones más de 120 organizaciones civiles de derechos humanos presentamos un informe sombra, que da cuenta de que en México la tortura y los malos tratos se usan para fabricar declaraciones, que con frecuencia son presentadas y aceptadas como pruebas en las investigaciones y los procesos penales.
La Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL 2016), realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), demuestra un patrón común que genera pruebas ilícitas: comienza con la detención arbitraria de las personas; se ejercen distintos tipos de violencia física, psicológica y sexual desde el arresto y durante la estancia en instalaciones fiscales, frecuentemente sin que las personas tengan acceso a sus abogados/as, familias o una revisión médica que certifique sus lesiones; y, mediante tales actos, las personas son coaccionadas con la finalidad de que se auto incriminen de algún delito o bien para fabricar pruebas que sustenten la incriminación de otras personas.
Lo anterior se agrava debido a la falta de controles efectivos para garantizar la inmediata puesta a disposición de las personas detenidas ante la autoridad competente, lo cual facilita las retenciones prolongadas e ilegales, incluyendo en lugares irregulares. Si bien tanto el CAT como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) han identificado la necesidad de que México cuente con un Registro Nacional de Detenciones, el Estado Mexicano no ha construido un Registro nacional, por lo que es necesario implementar un registro inmediato de detenciones en todo el país como instrumento para combatir las retenciones prolongadas e irregulares, que son espacios de mayor riesgo para la práctica de la tortura.
Una vez que se pone a disposición a las personas, continúan los actos de violencia. De acuerdo con el ENPOL 2016, más del 40% de las personas se declaró culpable, porque recibió agresiones físicas, amenazas u otras presiones. En un sinnúmero de casos conocidos, este proceso culmina con la apertura de un proceso penal y a menudo la emisión de una sentencia condenatoria contra las víctimas de tortura, debido a que las y los juzgadores continúan admitiendo las pruebas que se obtuvieron violando derechos humanos.
Cuando las personas detenidas denuncian que fueron víctimas de tortura, de tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes (TPCID), la regla de exclusión suele no aplicarse porque las autoridades judiciales exigen que las víctimas prueben la tortura, y que lo hagan a través de un peritaje médico-psicológico. Lamentablemente dichos peritajes no están disponibles, y cuando sí son practicados, generalmente lo son por personal no independiente, quien llega a conclusiones ‘negativas’ incluso cuando hay secuelas de tortura. Al mismo tiempo, la pequeña minoría de víctimas que tiene acceso a la realización de peritajes por expertos y expertas independientes suele enfrentarse a la práctica judicial de poner en duda la credibilidad de las y los peritos independientes
La tortura se usa también para fabricar declaraciones y encubrir graves violaciones a derechos humanos. Un ejemplo emblemático es el caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa (Guerrero) en el 2014. La Oficina en México del Alto Comisionado de la ONU investigó indicios de detenciones arbitrarias y tortura contra gran porcentaje de las personas detenidas, incluyendo personas cuyas declaraciones (ilícitas) fueron usadas para construir la versión de los hechos que la PGR difundió públicamente y usó como base de acusaciones penales: la Oficina examinó información sobre 63 personas, obteniendo en 51 casos indicios de tortura, y publicó un informe basado en 34 de esos casos, en los que tiene “fuertes elementos de convicción sobre la comisión de tortura”, incluyendo un caso en el que se documentó la muerte de uno de los detenidos, Emmanuel Alejandro Blas Patiño, quien habría fallecido a raíz de las torturas infligidas por la Marina.
La participación de los militares en tareas policiales durante los últimos 12 años no ha sido eficaz como estrategia de seguridad pública; entre las expresiones está el aumento de la violencia en estos años. La tasa anual de homicidios ha alcanzado niveles históricos en estas dos décadas. Al mismo tiempo, la militarización incrementó el uso ilegal e indiscriminado de la fuerza, privaciones arbitrarias de la libertad, ejecuciones arbitrarias, desaparición forzada y tortura. Según un análisis estadístico realizado por un equipo de reconocidas investigadoras: “[L]a tortura durante las detenciones aumenta en forma significativa con el inicio de la guerra contra las drogas en 2007.
En diciembre de 2014, el Relator Especial sobre la tortura, Juan E. Méndez, recomendó al Estado mexicano retirar a las fuerzas militares de labores relacionadas con la seguridad pública; la CIDH hizo la misma recomendación tras su visita al país, al haber constatado que en México la militarización ha tenido como consecuencia el incremento de la violencia, de las violaciones a los derechos humanos, así como el incremento de los niveles de impunidad80.
Contrario a estas y otras recomendaciones internacionales, y a la evidencia sobre el impacto de la militarización en la violencia y las graves violaciones a derechos humanos, el modelo propuesto por la actual administración federal ha sido la creación de una Guardia Nacional militarizada para realizar tareas de seguridad pública. En este sentido, en febrero de 2019, el Congreso de la Unión aprobó una reforma constitucional (misma que fue validada por una mayoría de congresos locales en los primeros días de marzo) que crea la Guardia Nacional, disponiendo que ésta se integrará por elementos de la Policía Federal, la Policía Militar y la Policía Naval y que la SEDENA y la SEMAR participarán en su establecimiento. Por otro lado, durante cinco años a partir de esta reforma, el presidente podrá seguir disponiendo de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. A pesar de que el modelo de Guardia Nacional aprobado establece plazos máximos para poner fin a ciertas formas de militarización actualmente vigentes, lo cierto es que permitirá que persista un riesgo elevado para los derechos humanos de la población.
La política de seguridad pública de tradición represiva para mantener “el orden y seguridad” impulsada por el gobierno mexicano desde hace años, promueve el uso excesivo de la fuerza, las detenciones arbitrarias y los actos de tortura en contextos de protesta social. Un factor clave que subyace en estas violaciones de derechos humanos es un marco legal inadecuado sobre el uso de la fuerza, así como el hecho de que la policía carece de capacitación, equipos y liderazgo que la ayuden a responder adecuadamente a las protestas pacíficas. Lejos de adoptar medidas para proteger a los manifestantes de estos abusos, se ha pretendido adoptar legislación a nivel federal y estatal que legitime el uso de la fuerza en manifestaciones e incluso la persecución penal de los manifestantes con tipos penales como “disturbios” y “ataques a las vías de comunicación”.
La experiencia que tenemos como organizaciones defensoras de derechos humanos es que en el país existe un subregistro de casos de tortura, debido a que las autoridades a menudo clasifican los actos de tortura como otros delitos de menor importancia. Es común que los agentes ministeriales no abran investigaciones ante denuncias de tortura, o bien que las abran, pero sin avanzar diligencia alguna, sin antes contar con resultados ‘positivos’ de un peritaje médico-psicológico practicado por la misma institución. En otras palabras, la víctima de tortura tiene la carga de la prueba de someterse a peritajes (generalmente no disponibles dentro de un plazo razonable, ni independientes), de cuyo resultado dependerá la realización de cualquier otra diligencia de investigación.
En este punto, se ha identificado un patrón en el que los médicos legistas que realizan las revisiones físicas de las personas que llegan detenidas a la Agencia del Ministerio Público no registran o minimizan las lesiones presentadas, lo que conlleva posteriormente a la emisión de peritajes médicos-psicológicos oficiales basados en estos mismos primeros informes médicos, que, por ende, derivan en conclusiones falsas. En diversos casos, la determinación de las fiscalías es concluir la investigación a través del archivo temporal o incluso del no ejercicio de la acción penal bajo el argumento que la víctima de tortura no ha demostrado los hechos, ya que, de acuerdo con los primeros informes médicos y la negativa de las autoridades investigadas de haber cometido la tortura, no se advierte la comisión de un hecho delictivo. Por otro lado, la presentación de peritajes realizados por peritos independientes resulta ser una labor de litigio para la asesoría jurídica de la víctima, ya que las autoridades de procuración de justicia no suelen valorar como pericial el dictamen independiente, bajo el argumento de que “no son concluyentes” o que “los peritos no cuentan con certificación” o que simplemente el juez no les dará el valor probatorio necesario por no haber sido realizados por peritos oficiales.
En el caso de las mujeres indígenas, además de enfrentarse a los mismos riesgos durante detenciones, se enfrentan a la militarización en sus comunidades. Un ejemplo de las consecuencias de lo anterior son los dos casos paradigmáticos de dos mujeres indígenas Me’pháá, Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, torturadas sexualmente por elementos de las fuerzas armadas en 2002, en donde la Corte IDH condenó al Estado mexicano. Estos casos, acompañados por “Tlachinollan”, son de los pocos ejemplos en los que existen juicios contra los torturadores, y en uno de ellos se dictó en junio del 2018, una sentencia histórica, al responsabilizar por primera vez a elementos militares por actos de tortura sexual (cometidos contra Valentina Rosendo Cantú). Ese caso es la excepción a la regla de impunidad, en donde el efecto de la presión internacional fue fundamental para que se dictara una sentencia con perspectiva de género e interculturalidad. La defensa de los elementos acusados apeló la sentencia, resolviéndose la toca penal 115/2018 el 7 de diciembre de 2018 con la confirmación de la resolución. Sin embargo, ahora los inculpados han acudido al juicio de amparo; es decir, la sentencia aún puede revertirse.
A pesar de todo este cúmulo de pruebas y casos que planteamos ante el CAT, la nueva subsecretaria de asuntos multilaterales y derechos humanos, Martha Delgado, negó, como el gobierno de Peña Nieto, que la tortura en México sea una práctica sistemática y generalizada. Es preocupante que en este primer examen internacional, el gobierno de la cuarta transformación, quiera mantener intactas las huellas de un gobierno torturador.