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OPINIÓN| Violencia agraria por la ausencia del Estado

Por El Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”

El paulatino abandono del campo, por parte de los gobiernos de corte neoliberal, corrió de manera aparejada con la alta conflictividad agraria, que desde hace 28 años se dirime fuera del marco constitucional que nos rige. Con la reforma al artículo 27, impuesta por Salinas de Gortari, se declaró el fin del reparto agrario, protegiendo los latifundios y sepultando la máxima zapatista de que la tierra es de quien la trabaja. Se dio entrada a una nueva normatividad con la aprobación de la ley agraria, la ley minera, la ley de aguas nacionales y la ley forestal, todas ellas conformaron el entramado jurídico para facilitar la privatización de la propiedad social, colocando a los territorios indígenas en las galerías del mercado internacional. Esta nueva institucionalidad abrió la puerta para la llegada de las empresas extractivistas, que encontraron un asidero para la renta de la tierra a través de la figura generosa de los convenios de ocupación temporal, que permite al modelo extractivista entrar a los territorios comunales para explotar los bienes naturales, destruyendo el hábitat.

Con estas reformas también concluyeron los créditos y subsidios a la producción agrícola para los pequeños productores, así como la liberación comercial, que tuvieron un impacto devastador sobre el sector agrario. Las consecuencias fueron catastróficas, porque el 58.2 por ciento de la población rural sigue viviendo en condiciones de pobreza extrema, caracterizada por la precariedad laboral, el desempleo y la migración.

Con la firma del Tratado de Libre Comercio, entre México, Estados Unidos y Canadá, se consumaron perdidas millonarias por más de 2 mil millones de dólares para los agricultores, afectando severamente a los ejidatarios y comuneros. En este contexto, la migración rural se generalizó desde 1995. En este escenario la mayoría de jóvenes indígenas, no tienen acceso a la escuela, y desde su niñez trabajan en condiciones de extrema precariedad laboral.

La privatización de los territorios comunales fue promovida como una reforma campesina que permitiría dar fin a las injusticias y pobreza prevalecientes en el agro mexicano. Salinas de Gortari arengó a los dirigentes campesinos, con la idea falaz de que llegaba la justicia al campo, para supuestamente reintegrarle a los campesinos el poder, con el fin de manejar la tierra y sus recursos con autonomía. Habló de la certidumbre en la tenencia de la tierra, que permitiría la reactivación económica del campo. Esta certeza jurídica, no estaba diseñada para los campesinos, si no para los empresarios extranjeros, quienes exigían un marco legal que les asegurara sus inversiones en los territorios con gran potencial económico.

La ley minera es el ejemplo más claro de lo que ha pasado en los territorios ancestrales, donde los ejidatarios firman convenios de ocupación temporal por 50 años, con la garantía de que las empresas puedan duplicar el periodo a 100 años. El negocio de la minería a cielo abierto, recibió en charola de oro y plata este regalo, cuyas concesiones les permiten saquear toda la riqueza natural, que por siglos han preservado los pueblos indígenas.

En Guerrero, contamos con experiencias desastrosas, que desde hace décadas han protagonizado las empresas mineras. Con la explotación a cielo abierto, legalizada por la ley minera, los ejidatarios quedan en total indefensión ante la firma de convenios ilusorios, que hacen creer a los trabajadores del campo, que con la renta millonaria saldrán de pobres y tendrán vida de ricos. Por la vía de los hechos autorizan, para que empresas extranjeras entren a devastar sus ecosistemas que forman parte de los santuarios sagrados de la sierra madre del sur.

Es el nuevo colonialismo trasnacional que destruye la cultura comunitaria, divide a los mismos ejidatarios y los desplaza de su entorno natural. El dinero lo dilapidan en compras banales, sin que mejoren sus condiciones de vida. La diferencia que puede existir entre otras comunidades rurales, no es el resplandor de su riqueza, sino la depredación de su paisaje natural, la profanación de su territorio sagrado y la pauperización de la vida comunitaria.

Al igual que las comunidades vecinas siguen sin servicios básicos como el agua potable, la atención médica, los apoyos para la educación superior y los programas de vivienda digna. Los convenios son meros trámites burocráticos que solo quedan plasmados en el papel. Las mismas empresas reproducen los vicios del gobierno; postergan las obras que se comprometen a construir y sobrellevan con algunos apoyos la promesa de que cumplirán con los acuerdos firmados.  Lo más grave, es que, ante la rapiña empresarial y la porosidad de las instituciones gubernamentales, los ejidatarios quedan entre la espada y la pared. Entre el empresariado voraz y el crimen organizado, que resulta funcional para los dueños del capital. En estos casos las autoridades están lejos de proteger a los ejidatarios, mucho menos de cuidar y preservar la riqueza natural. Más bien son aliados incondicionales de los empresarios mineros, quienes prometen el paraíso para unos pocos a cambio de la destrucción de la tierra y el empobrecimiento de quienes la han cuidado.

El abandono del campo no es casual, forma parte del rediseño constitucional que coloco a los territorios protegidos por los pueblos indígenas bajo las leyes del mercado. Fue la mano invisible la que empezó a regir en los convenios de ocupación temporal que firmaron los ejidatarios con las empresas extractivistas e inmobiliarias. En este modelo privatizador el estado abdicó de su responsabilidad de proteger la propiedad social y ser garante de la justicia social. La precarización de las comunidades indígenas del sur de México, combinada con una topografía inaccesible, dio la pauta para ofertar a las empresas mineras estos territorios ancestrales ricos en agua, gas y en yacimientos minerales. El criterio para atender a estas poblaciones empobrecidas no fue para reducir la brecha de la desigualdad si no para expandir la inversión privada. Ante la falta de inversiones el abandono de estas regiones fue mayor.

Las instituciones encargadas de atender al campo, se enfocaron a implementar programas de privatización de las tierras ejidales. Por lo mismo, el reemplazamiento de la Secretaría de la Reforma Agraria por la Procuraduría Agraria, fue para promover y aplicar el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE), dejando en último término la atención de los conflictos agrarios.

Esta problemática añeja quedó supeditada a las nuevas prioridades de inversión capitalista, que los gobiernos le imprimieron con el tratado de libre comercio. Los conflictos agrarios trataron de sofocarlos con el programa conocido como Focos Amarillos, en la administración de Vicente Fox. Posteriormente, cambio de nombre y funcionó como el Programa de Atención a Conflictos Sociales en el Medio Rural (COSOMER), que lamentablemente no resolvieron de fondo la alta conflictividad agraria que sigue costando muchas vidas entre las comunidades rurales, que mantienen una disputa a muerte, por sus limites territoriales.

La confrontación armada que se dio el domingo primero de noviembre, entre las comunidades indígenas de Alacatlazala y Malinaltepec, en la Montaña de Guerrero, forma parte de una agresión sistemática que ha sido dirimida con las armas. En este año las incursiones violentas iniciaron desde el mes de abril, cuando se da la preparación de los terrenos. Durante ocho meses los pobladores han vivido en la angustia permanente, ante la ausencia de las autoridades federales, que se han desentendido de estos problemas añejos, que persisten en varias comunidades del país. No fue casual que también se reactivara, en esta semana, el conflicto que existe desde hace décadas entre los pueblos nauas de San Agustín Oapan con San Miguel Tecuiciapan, municipio de Tepecoacuilco en la región Norte. Las autoridades agrarias se han desgastado en reuniones intrascendentes con las autoridades del estado que sobrellevan los conflictos, dejando que los tribunales emitan sus resoluciones, que al final de cuentas no son acatadas, dejando a la deriva una solución de fondo.

Es muy grave que en la nueva administración federal el problema agrario no forme parte de la agenda pública, y lo que es peor, que las instancias competentes, como la SEDATU y la Procuraduría Agraria (PA), no asuman su responsabilidad para darle cause institucional a las disputas agrarias que se libran en los limites territoriales. Hemos constatado la ausencia de una estrategia integral para atender las diferentes aristas que presentan estos conflictos.

Se requiere de manera urgente, una coordinación de las fuerzas de seguridad para contener las acciones violentas. Es preocupante que el gobierno federal no cuente con suficientes elementos de la guardia nacional para atender con inmediatez esta confrontación. Ante la falta de seguimiento a los acuerdos firmados con las autoridades federales y estatales, los habitantes se ven orillados a resolver, por fuera del marco legal, su litigio agrario. A pesar de que hemos impulsado el dialogo entre las partes, es imposible acatar los acuerdos cuando brillan por su ausencia los representantes de las instituciones del sector agrario, quienes están obligados a velar por los derechos de las comunidades campesinas e indígenas.

Entre los comuneros existe una gran decepción por el tratamiento burocrático, que las autoridades del estado, les han dado a sus conflictos agrarios. Esta situación no es exclusiva de estos núcleos agrarios. En este año se reactivado el conflicto entre San Juan Huaxoapa, municipio de Metlatónoc y Tierra Blanca, municipio de Cochoapa el Grande.   Los saldos rojos de esta conflictividad agraria que se vive en el estado, son de extrema preocupación: hay niños asesinados, comuneros desaparecidos, personas mayores asesinadas, viviendas quemadas, personas armadas atrincheradas, así como balaceras diurnas y nocturnas. Es una situación extrema donde no impera el estado de derecho, sino la ley de las armas. Esta violencia agraria no tiene su origen en un deseo innato de los pueblos por confrontarse violentamente, sino que tiene como causa principal la ausencia del Estado.

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