Por Enrique G. Gallegos
La propuesta de reforma y prohibición de outsourcing (subcontratación) no es la mejor que se podría esperar y, por la negociación en curso entre el Gobierno y los empresarios y su postergación en la Cámara de Diputados, su destino es incierto, particularmente por la ausencia del tercero central: los trabajadores, que deberían ser el sujeto político (que hoy, salvo limitadas y focalizadas manifestaciones, es inexistente). Pero tampoco se puede despachar sin mayor análisis esa propuesta como “más de lo mismo” y “mera simulación”. Esa reforma debe ser ubicada en un conjunto de medidas y reformas microscópicas y a granel que ha promovido AMLO: el aumento de los salarios mínimos, la reforma al sistema de pensiones, la atención médica gratuita (para incluir a las personas no aseguradas), las modificaciones a las condiciones de algunos de los créditos de trabajadores y empleados al servicio del Estado (el sistema UMA), la propuesta de regularizar a los trabajadores subcontratados, entre otras. Todas esas medidas y reformas, limitadas en varios sentidos, generan una intencionalidad global de apoyo a la clase trabajadora, ciertamente ambigua y no exenta de contradicciones. Parte de esta ambigua voluntad política se expresa en la exposición de motivos de la propuesta de reforma, al recurrir a eufemismos como la búsqueda de un “país con bienestar” o al hablar de la “persona trabajadora”, como si hubiera un temor de invocar al viejo Estado de Bienestar o a la clase trabajadora, para no ofender a nuestros progresistas neoliberales (sean empresarios, legisladores o periodistas).
En mi opinión, sobre esas ambigüedades y contradicciones la izquierda debe saber montar una cadena de operaciones y movimientos que tiendan a apuntalar los alicaídos derechos sociales y colectivos. Los 40 años de neoliberalismo obligan a jugarle al zorro. Por ello, la izquierda más comprometida y consistente con la lucha contra el capital debe tener cuidado en no descalificarlas en bloque y en abstracto, sino que las críticas deben ser puntuales y situadas, sin perder de vista su uso estratégico en una lucha global y a largo plazo contra el capital. Tampoco debemos olvidar el riesgo de los ritornelos de la historia, como pasó en Argentina, Brasil y Bolivia, que pueden ser de índole conservadora, o incluso neofascista. En esta lógica es fundamental desenmascarar el discurso dominante (empresarial) que defiende la subcontratación (que sucintamente consiste en que una “persona física o moral encarga la realización de determinados procesos a otra dedicada a la prestación de diversos servicios o ejecución de obras”, violentando los derechos laborales y prestaciones de los trabajadores mediante prácticas abusivas o simuladoras).
De entrada, no extraña las críticas y oposiciones de las clases empresariales a la propuesta de reforma y prohibición de outsourcing (subcontratación), bajo el argumento de que se afectaría la inversión, la generación de empleo y la competitividad. Que el discurso empresarial defienda intereses privados y la libertad de empresa no es extraño; lo inusual es que se haya llegado a una situación en la que ese tipo de discursos, que parten del presupuesto de que la riqueza social la generan las empresas, hayan adquirido un estatus de verdad incuestionable.
Si hace más de treinta años se disputaba ese tipo de enunciados porque se entendía que lo que estaba en juego eran al menos dos proyectos de sociedad antagónicos; ahora, primero, se parte de ese presupuesto como verdad archisabida, luego se le “naturaliza” como lo incuestionable y que es del día a día. Se nos da a entender que es tan natural como los árboles y las montañas. De esa manera, si aceptamos esos presupuestos, el debate estaría perdido de antemano para quienes creemos que aún es posible un mundo mejor y la discusión terminaría girando en torno a los mismos intereses de la economía de libre mercado, ganándolo los defensores del estatus quo. En el caso de la subcontratación, en la medida en que se constituyó en una figura rutinaria de las prácticas empresarias, se habla incluso de que su eliminación lesionaría el estado de derecho, la libertad de empresa y la economía del país.
Desmontemos estos argumentos: primero, recordemos quiénes generan la riqueza social; luego, precisemos qué hay detrás de ese “estado de derecho” que cacarea sus agravios por los cuatro vientos.
EL MITO DE LA RIQUEZA EMPRESARIAL
El capitalismo es un arreglo social que se caracteriza por la contradicción entre capital y trabajo. Trabajadores y empleados acuden al mercado a vender su fuerza de trabajo y empresarios la compran. El empresario siempre trata de obtener la mayor ganancia posible de esa mercancía (fuerza de trabajo), llamada eufemísticamente de mil maneras: profesionista, técnico, empleado, chambeador, freelancero, ubersocio, etc. El estado actual de las cosas ha ocultado esa contradicción, que a su vez “naturaliza” que la riqueza social se reparta de forma desigual entre los de arriba y los de abajo. El período posfordista, el incremento del sector terciario, la retirada a las periferias de las industrias, la informatización, la educación universitaria orientada a alimentar a las empresas, la debilidad de los sindicatos y su demonización, la desideologización de los trabajadores, la mentalidad emprendedora, el sentido común atomizado e individualizado, la globalización del sistema financiero, el auge de las subjetividades emprendedoras, las redes digitales y la radical instalación del neoliberalismo como racionalidad global explicarían, en parte, esa labor de topo que ha llevado al ocultamiento de la contradicción entre capital y trabajo. Pero ni las máquinas, ni la materia prima, ni la división técnica y social del trabajo producen por sí mismas plusvalía. Es la fuerza de trabajo en sus diferentes manifestaciones la que agrega valor, no sólo al proceso productivo, sino a los sectores terciarios (por supuesto, hay todo un debate sobre el carácter del capitalismo cognitivo, que dejo de lado). De aquí lo contradictorio del trabajo y el capital y, como dijera Marx, en una célebre expresión, la naturaleza vampiresca del segundo.
De esa manera, la contradicción entre capital y trabajo ha sido ocultada mediante un dispositivo discursivo que asegura que los empresarios son los generadores de la riqueza social, mientras que los trabajadores y empleados deben dar gracias a los empresarios por contar con un trabajo (y además mal remunerado). En la medida en que no es visible ese proceso de generación de plusvalía (lo que vemos son máquinas, procesos, mercancías, stock, materia prima y los vehículos de lujo en los que se mueven los empresarios, etc.) y en que los trabajadores y empleados viven inmersos en un sentido común atomizado e individualizado y en una subjetividad emprendedora, aceptan ese postulado como una obvia verdad. De esa manera, se “naturaliza” una anomalía histórica, económica y política que desde el siglo XVIII y con más fuerza desde el XIX y comienzos del XX se había tratado de combatir: el hecho de que una minoría se enriquezca a costa del sudor de trabajadores y empleados.
Por ello, si es falso que las clases empresariales sean las generadoras de la riqueza social y si, contrariamente, es la fuerza de trabajo la que genera esa riqueza, entonces los trabajadores y empleados deberían de participar de manera equitativa en la distribución de esa riqueza. Ciertamente las condiciones objetivas actuales impiden implementar una medida radical de esa naturaleza (pero debe mantenerse como el horizonte político de toda política emancipatoria). De aquí que esas medidas, al menos, han tendido a expresarse en derechos sociales y colectivos, como la seguridad social, los salarios mínimos, el aguinaldo, la educación gratuita, los contratos colectivos, la jornada de trabajo, el sistema de salud gratuito, las vacaciones pagadas, el respeto a la antigüedad, la vivienda, entre otros. De aquí también el contrasentido y tramposo argumento de las clases empresariales de que al eliminar el oursoursing se afecta la inversión, la generación de empleo y la competitividad, cuando en realidad el régimen de oursoursing y toda una serie de prácticas similares que tienden a precarizar las condiciones de trabajo, son un atentado contra las y los trabajadores y sus derechos sociales y colectivos y se inscriben dentro de las lógicas neoliberales de desregulación del trabajo iniciadas en los años 80 del siglo pasado.
OUTSOURCING Y DERECHO
Pero esa lógica expropiativa de la riqueza social por parte de los empresarios no ha podido sostenerse por sí misma. Cuando las contradicciones son tan manifiestas entre capital y trabajo, requieren de un mecanismo adicional que legitime al primero y lo refuerce. Requiere de una prótesis que recubre, soporte y vehiculice. Esa es la función del derecho. El sacrosanto derecho al que apelan los empresarios no es ningún instrumento neutro: es un mecanismo que normaliza y recubre una situación de dominación y explotación. Ciertamente, no voy a negarlo, también se puede usar para apalancar luchas sociales focalizadas o disputas en la vida privada, pero en la medida en que la contradicción entre capital y trabajo es estructural a las sociedades capitalistas, el derecho es subsumido a la lógica del capital.
Si bien desde hace mas de 30 años que los trabajadores han perdido su horizonte de estar en contradicción contra el capital y, en su lugar, la labor de topo, de la que antes hablaba, ha promovido una subjetividad emprendedora y un sentido común que acepta el enunciado de que la riqueza es producto del esfuerza individual y empresarial, la función del derecho para legitimar ese estado de cosas sigue siendo central. Cualquier párvulo estudioso del derecho puede corroborar que el núcleo duro del sistema jurídico moderno se consagra a la protección de la propiedad privada y sus diferentes manifestaciones. En las sociedades capitalistas, la mayoría de las otras libertades y la igualdad formal operan sobre la libertad de mercado. Entonces, cuando los empresarios argumentan que se transgrede el derecho y la seguridad jurídica, lo que están ocultando es que lo que está en riesgo son sus jugosas ganancias. En ese marco, el derecho refuerza el sentido común que acepta que la riqueza social la generan los empresarios y que la función de aquel es proteger los “legítimos” bienes y riqueza. De esa manera, el circulo derecho-sentido común/subjetividad se cierra para protegen los intereses de los dueños de las empresas y el sistema financiero.
Por lo anterior, el ocultamiento de la contradicción entre capital y trabajo ha dado paso a una armazón de leyes y políticas públicas que realizan una doble operación: proteger al capital y socavar las condiciones y prestaciones laborales de trabajadores y empleados. A través del derecho y de la creencia de que la riqueza social es producto de las empresas, sus dueños siempre se sienten en su derecho de obtener mayores ganancias y en caso de crisis o de caídas en las tasas de ganancia, pueden simplemente reducir los salarios y prestaciones de los trabajadores. Por ello, el oursoursing es un atentado contra los trabajadores y empleados. Para situarnos en un campo de batalla con opciones debemos salirnos del discurso de la economía de libre mercado (“afectación a la inversión, la generación de empleo y la competitividad”).
FINALMENTE
Si bien la propuesta de reforma y eliminación de oursoursing presentada por AMLO tiene sus limitaciones y ambigüedades en el marco general de su Administración, es fundamental desmontar los argumentos de las clases empresariales: 1°, como he indicado, la riqueza social no la producen las clases empresariales sino la fuerza de trabajo. Este es el mito que se oculta detrás del espantapájaros de que con la eliminación de oursoursing se afectaría la inversión, la generación de empleo y la competitividad. 2° La reforma y eliminación de oursoursing tampoco afecta los derechos de las empresas, pues, como también argumenté, el derecho suele ser un instrumento para validar situaciones de fuerza, en la que las clases empresariales se han apropiado de la riqueza social que se genera con la fuerza de trabajo. Contrariamente, la subcontratación atenta contra los principios elementales de justicia social que se recogen en los alicaídos derechos sociales y colectivos mexicanos.