Por Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
En una tarde parda de noviembre las familias jornaleras llegaron desde sus comunidades a Tlapa, para esperar el autobús que mandaron los empresarios agrícolas de Buen Año. Desde la mañana acarrearon sus costales junto con sus ollas, memelas y totopos para amainar el hambre, rumbo a los campos. La espera siempre es larga, puede ser un día o una semana. La necesidad es tan grande que prefieren permanecer sobre la plancha de cemento, en la casa de los jornaleros agrícolas, hasta que los choferes les gritan con arrogancia que se formen para subirse. Los niños y niñas lloran porque no tienen qué comer. No hay dinero para comprar su sopa maruchán. Los papás se cooperan para comprar tortillas y se forman para comer frijoles con salsa y papas, que los integrantes del Consejo de Jornaleros Agrícolas les comparten.
Los mayordomos se encargan de nombrar a los jefes o jefas de familia para que acomoden sus costales en las cajuelas del autobús. Apresuradamente corren de un lado a otro para subirse a la unidad. Varias familias con más de 10 años recorriendo estos trayectos, se organizan mejor para colocar sus cosas al fondo del autobús. Los mismos niños y niñas toman la iniciativa para meterse a la cajuela y poner en un solo lugar sus costales. En otros años ha sucedido que los niños viajen en la parte trasera del autobús. En la lista de los mayordomos hay 12 personas que por primera vez se enrolan como jornaleras agrícolas. En total viajan 75 pasajeros incluyendo niños y niñas. Será una jornada larga de más de 20 horas para llegar a los campos de Sinaloa.
Después de la fiesta de todos santos, donde las familias comparten los frutos nuevos del maíz, frijol, chile y calabaza con sus difuntos, abandonan sus hogares para contratarse como jornaleros agrícolas. En esta primera oleada salen masivamente las familias nahuas de Ayotzinapa, Tenango Tepexi y Chiepetepec, del municipio de Tlapa. También se desplazan familias de Potoichan y Cacahuatepec del municipio de Copanatoyac que pertenecen al pueblo nahua. Llegan familias de varias comunidades Na Savi de Cochoapa el Grande. Recientemente se han incorporado jóvenes Me’phaa de la cabecera municipal de Iliatenco. A pesar de la distancia varias familias se desplazan de Huitzapula, municipio de Atlixtac, a la ciudad de Tlapa. Todas ellas, a excepción de las comunidades nahuas de esta cabecera municipal, se dirigen al campo El Toro, sin especificar el nombre del municipio que se encuentra en el estado de Sinaloa.
Daniel, indígena nahua, trabaja como jornalero agrícola desde 1999: “Yo empecé con el corte de jitomate, pero es muy pesado, porque uno tiene que entrar a las 5 de la mañana y salir a las 7 de la tarde para que el día rinda. Termino muy cansado, no sólo porque el sol te chinga, sino porque uno tiene que juntar 45 botes para ganar 60 pesos. Ahí he ido varias veces, en ese mentado campo cinco que está en Cruz de Elota, Sinaloa, como a una hora de Culiacán. Ahí los mayordomos nos maltratan cuando no podemos cortar bien. Son cabrones, luego te dicen que cortes jitomate rojo, y así debes hacerlo. Cuando te dicen que cortes jitomate verde los tienes que obedecer, porque si no, no te pagan la tarea. Por eso me salí porque ya no los aguanté. Llevo como 15 temporadas con las verduras chinas en el campo el Toro, con la agrícola Aren. Las cajas de verduras están desde 6, 8, 10 hasta 22 pesos. Muchos compañeros como no conocen bien el trabajo, no les conviene, porque no logran completar las cajas que deben de juntar. Los mayordomos los maltratan y les dicen que si no van a rendir bien, ya no los contratarán. La ventaja es que el día te lo pagan en 250 pesos. Algunos que ya le sabemos al trabajo logramos juntar hasta 4 mil pesos a la semana. Los que de plano no aguantan los mandan a deshierbar, para pagarles lo mínimo. Hay trabajos donde te pagan 70 pesos por surco para tumbar la cebolla. Muchas familias que llevan a sus hijos no les alcanza el pago mínimo porque los gastos en el campo son muy altos. Ahí tenemos que comprar todo lo que necesitamos para comer, lavar nuestra ropa y bañarnos”.
“Conocí a un ingeniero y me animó para llevar gente, y desde entonces soy mayordomo. Tengo que salir de casa en casa para a invitar a las familias. La mayoría son gente conocida, porque ahí nacimos y nos juntamos en las reuniones y en las fiestas. Por eso mucha gente se va conmigo, porque me tienen confianza y además les ayudo cuando de plano tienen problemas con los inspectores de los campos. Por ejemplo, ahorita llevo 10 personas nuevas que me va tocar enseñarles, les voy ayudar, porque en el corte de los vegetales chinos es diferente”.
“Aquí en Ayotzinapa no hay dinero. Trabajamos en el campo, pero no ganamos y luego hay muchas cooperaciones para las obras y para la fiesta. En los meses que estoy en el pueblo, le ayudo a mi papá en la siembra del maíz, frijol y calabaza. También cuando no hay mucha chamba preparo mi siembrita, siquiera para comer elotes. No sé cuánto tiempo voy aguantar como mayordomo, porque ya no tengo las mismas fuerzas y me enfermo mucho por la diabetes, sin embargo, en la temporada alta, no me puedo rajar porque es cuando más me va bien, porque por cada camión que llevo, voy sacando como 5 mil pesos”.
Magdalena, madre de dos hijos, recuerda que cuando cumplió 12 años empezó a trabajar como niña jornalera. Se especializó en el corte de los vegetales chinos. Bien recuerda los campos donde aprendió a recolectar estas verduras, en el Chapo, el Cerrucho y Batán, fueron como las primeras lecciones donde se especializó como recolectora de vegetales chinos. Para ella las mujeres realizan más trabajos, porque se levantan a las 4 de la mañana para hacer las tortillas y preparar la comida. A las 6 de la mañana se dirigen al campo cargando a sus hijos pequeños, la comida y su agua. Regularmente salen a las 5 de la tarde. Cuando regresan tienen que lavar la ropa, hacer el aseo del cuarto y preparar lo que van a comer para el siguiente día. Casi no hay descanso.
Magdalena se siente afortunada porque desde los 12 años aprendió a cortar verduras, con orgullo comenta que a veces llega ganar 600 pesos al día. Se considera como una de las mujeres que son las más rápidas para recolectar de 50 a 60 cajas de vegetales chinos al día. Cada caja tiene un precio que va de 8 hasta 16 pesos. Son más caras las plantas chiquitas, porque es más difícil de llenar las cajas. “Yo las corto y las empaco. Luego vienen los cajeros que son los que acarrean las cajas llenas. Las personas que no pueden apenas van ganando de 200 a 300 pesos. Cuando me va bien logro sacar de 3 mil 800 a 4 mil pesos a la semana. No en todos los campos te pagan bien, por ejemplo, en el campo Chapo no pagan bien y mientras no sepas que hay otros lugares que pagan mejor, no tienes otra salida que permanecer ahí. Desde hace 4 años me cambié al campo El Toro, que está en el municipio del Dorado, Sinaloa. Ahí mi hermano es el mayordomo. En este año me dijo que yo me encargara de llevar a la gente. La verdad no tenía muchas ganas, porque luego los hombres se burlan y no te obedecen. Pero como yo sé trabajar, ya no tengo tanto miedo, más bien me siento orgullosa, porque casi no hay mujeres mayordomas. Soy la única en el pueblo y me siento feliz”.
Las historias de Daniel y Magdalena reflejan la difícil situación que enfrentan centenas de familias indígenas de la Costa Chica y Montaña de Guerrero, que desde su infancia no tienen otra alternativa que salir de sus comunidades para someterse al régimen semi esclavista que les imponen los patrones dentro de sus campos, donde los capataces se encargan de sobre explotarlos. A pesar de que hay más de 3 millones de familias en el país, que se desempeñan como jornaleras agrícolas, las autoridades federales no se han interesado en proteger sus derechos y adecuar los programas sociales a su condición de migrantes internos. Se trata de jefes y jefas de familias que cuentan con terrenos pedregosos y que no rebasan media hectárea para sembrar en la temporada de lluvias. Los suelos desgastados por los agroquímicos y la deforestación creciente han cancelado las posibilidades de producir alimentos para, por lo menos subsistir en la temporada del hambre. La precarización de la vida en el campo ha roto el tejido comunitario y las mismas prácticas agrícolas que realizaban de manera colectiva se han perdido con la parcelación de sus tierras, dejando a la deriva a las nuevas generaciones que ya no tienen acceso a terrenos parcelados.
El quiebre de la economía doméstica ha colocado a la mayoría de municipios indígenas en la escala más baja, en cuanto a los índices de desarrollo humano. Más de la mitad de los municipios de la Montaña y Costa Chica de Guerrero, así como de los municipios de la zona centro y norte del estado, expulsan a decenas de familias pobres que salen en busca de trabajo en los campos agrícolas. En los hechos son tratados como parias por parte de los empresarios, y por parte de las autoridades de los tres niveles de gobierno han violentado sus derechos, al ignorar sus condiciones infrahumanas y al excluirlos de los programas oficiales por no permanecer dentro de sus comunidades. Es muy grave, que a tres años del gobierno federal, no se implemente una política focalizada en la población jornalera. No existen en las estadísticas oficiales y su vida itinerante los invisibiliza y cosifica. A nivel estatal hemos solicitado la intervención de la Secretaría de Asuntos Indígenas para que en esta temporada alta atienda a la población jornalera. Tenemos fundados temores de que el nuevo gobierno morenista también se desentienda de este grave problema e ignore a la población más depauperada de nuestro estado.